“Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.



Peter Brook




lunes, 7 de noviembre de 2011

Del drama a lo posdramático





8ª EDICIÓN DEL FESTIVAL ARGENTINO DE TEATRO – SANTA FE 2011

Durante las últimas dos jornadas se presentaron “Feroz”, de San Juan, “Lágrimas y risas”, de Mendoza, y las puestas porteñas “La familia argentina”, y la polémica “Apátrida. Doscientos años y unos meses



Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del sábado 5 de noviembre de 2011)
Con la presentación de cuatro espectáculos, entre ellos el polémico Apátrida. Doscientos años y unos meses, producción porteña con dramaturgia, dirección e interpretación de Rafael Spregelburd, las últimas dos jornadas de la edición 2011 del Festival Argentino de Teatro, que finaliza mañana en la ciudad de Santa Fe, volvieron a tener como gran protagonista al público que colmó desde el comienzo todas las funciones.
Si bien no cabe la posibilidad de hacer un recorte en relación con la propuesta estética de los once espectáculos presentados de martes a domingo, quizás este encuentro sirva para confirmar que en el teatro argentino contemporáneo pueden convivir, más allá de modas, tendencias o copias imperantes, todas las estéticas, y que la identidad de cada provincia se construye a la luz de su historia, que no es otra que la historia de sus creadores, su formación y sus maestros.
Con Feroz, presentada el miércoles, el actor, director y autor sanjuanino Ariel Sampaolesi confirma que no hay un teatro nuevo o viejo, sino que hay teatro bueno o malo. Estrenado en 2003, el espectáculo, de neto corte experimental y con el que el creador recorrió festivales y ciudades tanto del país como del exterior, atraviesa las instancias del universo arltiano, en el que confluyen una serie de personajes femeninos interpretados por el propio Sampaolesi, a partir de los cuales describe una historia siniestra: la de la muerte de Alfonso Mondelli, un comerciante de ramos generales del pueblo Las Perdices, quien literalmente revienta en el depósito de su almacén. Lo encuentra su hermana, la vieja Pepa, quien culpa de la muerte a su cuñada, la “fenomenal, envidiada y peligrosa” María Palombi, personajes que aparecen en el cuento “El gato cocido”, de Roberto Arlt, aunque aquí se jueguen algunas licencias dramáticas en función del abordaje de la puesta en escena, extremadamente perturbadora y resuelta apenas con una caja de telón negro, una puerta de uso múltiple y algunos pocos objetos.
Por otra parte, una vez más, La familia argentina, de Alberto Ure, única obra del extraordinario director estrenada en Rosario y Buenos Aires en 2010, aquí en versión de Cristina Banegas y con las actuaciones de Claudia Cantero, Luis Machín y Carla Crespo, se transformó en el centro de atención de un público que, más allá de los ribetes trágicos que prevalecen en el texto acerca del vínculo íntimo que un padre entabla con la hija de su mujer, y donde se ponen en juego las coordenadas de un país que vendría tras la catástrofe económica de 1989, prefirió quedarse del lado de la comedia, poniendo en valor ciertos pasajes en los cuales lo trágico deriva en lo patético y por lo mismo la risa se vuelve casi un mecanismo de defensa. La familia argentina es la única obra de teatro que escribió Alberto Ure, cuya vigencia acerca de temas como la impunidad, el individualismo y la corrupción se vuelven un cruel espejo de la Argentina que se vivió en la década del 90, y tal como lo define Banegas, visto en el tiempo, “Alberto Ure tiene la intensidad de un Strindberg criollo, o la de un González Castillo del siglo XXI”.
La jornada del jueves se completó con las presentaciones de Lágrima y risas, de Mendoza, y el “singular” trabajo del dramaturgo, director y actor porteño Rafael Spregelburd, Apátrida. Doscientos años y unos meses. Partiendo de una idea dramática, Spregelburd elabora una puesta que responde en cierto modo al llamado teatro posdramático, en el que el distanciamiento
es la clave de una construcción escénica en la que el actor y director se vale del relato (micrófono de por medio) para componer dos personajes, acompañado por un significativo, profuso y por lo menos alternativo universo sonoro creado en vivo por el músico Zypce.
La obra se instala (por decirlo de algún modo) en 1891, y se vale del conflicto desatado entre el pintor argentino Eduardo Schiaffino, quien al frente de un equipo de artistas pretende fundar un movimiento de “arte nacional”, y el crítico español Eugenio Auzón, que lo ataca impiadosamente frente a lo que supone una especie de exabrupto de “buena voluntad”, lo que deriva en un duelo entre ambos, en la Navidad de ese mismo año. Más allá de la enorme parafernalia que Spregelburd monta en escena, de la presencia de un texto interesante, y de la exagerada pretensión de querer sostener los dos personajes al mismo tiempo, el espectáculo, extremadamente distanciado y alejado de toda posibilidad dramática, se vuelve aburrido, repetitivo e inconsistente.

Del exilio y el retorno

Profundamente conmovedor y apelando a los recursos de la narración oral, el actor mendocino Ernesto Suárez regaló en dos funciones de su ya clásico unipersonal Lágrimas y risas un relato agridulce acerca de su propia historia, la de un actor nacido en la marginalidad y la extrema pobreza, que quiso “ser alguien” (como alguna vez le dijo a su madre siendo niño), estudió derecho, fue monaguillo y hasta mozo y vendedor ambulante, pero que un día, casi de casualidad, en una peña en la que, entre otros, estaba la recordada Mercedes Sosa, se subió a un escenario para contar un cuento y no se bajó nunca más.
Si bien en su recorrido, por momentos estremecedor y en otros pasajes divertido y ameno, conviven fragmentos de textos del mendocino Juan Draghi Lucero, del italiano Darío Fo, del mexicano Juan Rulfo y del colombiano Gabriel García Márquez, el valor trascendental del trabajo de Suárezpasa más por el relato en primera persona acerca del exilio, del descubrimiento, en una especie de viaje iniciático gracias a lo que él llama “la beca Videla”, de una Latinoamérica encendida, la de los años 70, la de la más pura militancia que hoy se ve resignificada.
Aferrado a sus convicciones, y de la mano de compañeros entrañables y queridos como su coterráneo Arístides Vargas o la cordobesa María Escudero, creadora de Libre Teatro Libre (LTL), Suárez se va metiendo poco a poco por los intersticios de un viaje que duraría siete años y que implicaría el arribo a su segunda patria, Ecuador, donde creó un grupo de trabajo y un lugar de pertenencia al que siempre vuelve.
Idas y vueltas, doloroso calvario e iluminado recorrido, Suárez cuenta sus fábulas con una verdad infrecuente en escena, con la historia viva que lleva, desde hace más de tres décadas, escrita en el cuerpo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario