“Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.



Peter Brook




sábado, 17 de septiembre de 2011

Valioso homenaje a un juglar inolvidable




ESTRENO EN GIRA. Mauricio Dayub dirige a Osqui Guzmán en una nueva lectura de la emblemática obra “El Bululú”, creada en los años 70 por el recordado José María Vilches, que esta noche y mañana se presenta en el teatro municipal La Comedia

Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del sábado 17 de septiembre de 2011)

Otra vez el mundo es la palabra, otra vez el mundo es el de la poesía en su más pura presencia. Se trata de esa misma poesía que adquiere en escena un sentido trascendental cuando un actor puede aportar la intensidad necesaria como para movilizar a la platea (conmover y divertir en iguales dosis) sin más elementos que el cuerpo, la voz y el sentido de un relato valioso.

Pensar en una versión de El Bululú sin el recordado actor español José María Vilches parece, al menos a primera vista, una osadía. Sin embargo, en tono de colorido y festivo homenaje, la dupla que integran el entrerriano Mauricio Dayub (director) y el porteño Osqui Guzmán (actor), trasciende el recuerdo para adquirir entidad propia, algo que el público rosarino podrá comprobar esta noche a las 21.30, o bien mañana a las 20.30, cuando El Bululú, una producción del Teatro Nacional Cervantes, desembarque en La Comedia (Mitre y Ricardone) en el marco de una importante gira nacional, un hecho que se convierte en una de esas pocas “citas imperdibles” del año con ese otro teatro que llega desde Buenos Aires, por suerte muy alejado del que apela al marketing televisivo.

José María Vilches hizo de El Bululú, a partir de mediados de los años 70, su medio de vida. Con el espectáculo, donde aparecía en escena apenas con unos pocos objetos, múltiples personajes (de allí el nombre de “bululú”, tal como llamaban a un singular actor español que tuvo su momento del esplendor hacia fines del siglo XVI) y su inconmensurable presencia, recorrió el país llevando consigo la historia de un actor trashumante que homenajeaba con su voz inigualable a sus autores amados: Quevedo, Antonio Machado, Miguel Hernández, Lope de Vega y Lorca, entre otros.

Vilches encontró la muerte en 1984, en una ruta; vaya paradoja para un actor que vivía viajando y que amaba los caminos. Con todos estos elementos, pero partiendo de su propia historia familiar y de acercamiento al arte dramático, Osqui Guzmán no juega “a ser Vilches”. Por el contrario, se vale de algunos de sus recursos escénicos, pero al mismo tiempo trae al presente a esos mismos autores, en su devenir de contar la historia de un actor (el propio Guzmán) que escuchaba a Vilches a través de un viejo cassette mientras colaboraba con el taller de costura familiar y soñaba con estudiar artes marciales, casi sin imaginar cuál sería su verdadero destino.

De este modo, la singularidad de la propuesta, donde se apela de lleno al homenaje y no a una “versión”, posiciona al trabajo en un lugar más “cómodo”, no sólo para el público sino también para el talentoso Guzmán (El niño argentino, de Mauricio Kartun; El batacazo, también con Dayub como dramaturgo y director), que al contrario de sentir la carga de semejante desafío, brilla en escena merced a su ductilidad como intérprete, mimo, clown e incluso cantante.

Así, el actor, que soñó desde sus comienzos con poder recrear este personaje, se luce en escena con su conocido abanico de recursos, a través del cual, del mismo modo que juega con el humor que lo caracteriza, pone de manifiesto su conocimiento del Siglo de Oro Español, e incluso recrea, en uno de los momentos más emocionantes de toda la puesta, los versos del Romancero Gitano, de Federico García Lorca.

En ciernes, esta nueva concepción de El Bululú de Vilches (ahora, por mérito ganado, también de Guzmán), que aún resuena en la memoria de más de un rosarino que lo vio en alguna de sus visitas a la ciudad, se revela como el valioso homenaje a un juglar inolvidable, pero también a los grandes autores, al oficio de actuar y a la concreción de un sueño largamente anhelado.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Todos de pie frente al horror


ESTRENO. Cristian Cabruja y Viviana Trasierra hablan de “El teatro en la dictadura”, documental en el que indagan en la producción escénica local entre 1976 y 1983, a partir de los testimonios de algunos de sus protagonistas, que se conoce esta tarde, a a partir de las 19, en la sala Arteón, de Sarmiento al 700


Por Miguel Passarini (Publicado por El Ciudadano & la gente en su edición en papel del 15 de septiembre de 2011)

Espacio de resistencia y contracultura, lugar de encuentro, ámbito de reflexión y contención. El teatro rosarino ha sido siempre el soporte de un movimiento de intelectuales inquietos que, como pasó durante la última dictadura, supieron de persecuciones, amenazas y atentados, pero lejos de amilanarse ante el embate del terrorismo de estado, siguió adelante dejando una huella que se proyecta enriquecida y ampliada en la producción teatral contemporánea.

Con la idea de desentramar lo acontecido por aquellos años, los artistas locales Cristian Cabruja (director) y Viviana Trasierra (productora, guionista, investigadora), tras un largo proceso de investigación, rodaje y edición, que estuvo a cargo de Ignacio Roselló, estrenarán esta noche El teatro en la dictadura, documental que a través de testimonios e imágenes busca indagar en la producción local que va de 1976 a 1983. El teatro en la dictadura se conocerá, a las 19, en Arteón (Sarmiento 778), con entrada libre, sala que además comienza de este modo con los festejos por los dos años de su reapertura. Por otra parte, el material llegará el lunes 19, a las 19.30, a la pantalla de Canal Encuentro, donde también se verá en diferentes horarios dentro de la misma semana.

—El estreno del documental en una sala histórica como es Arteón, no es casual…

—(Cabruja) Estrenamos en Artéon porque para nosotros y para el teatro local fue y es un lugar emblemático que por suerte está recuperado. Sólo hay que recordar que en 1971 (Arteón había comenzado a funcionar en 1968), un grupo de tareas lo prende fuego. Justamente por eso, cuando nosotros contábamos acerca de este proyecto en Buenos Aires, nos decían que era muy parecido a lo que había pasado con Teatro Abierto (comenzó en julio de 1981, y a los pocos días incendiaron el Teatro Del Picadero, donde funcionaba). Y nosotros decíamos que aquí había pasado mucho tiempo antes: los grupos de tareas empezaron a quemar teatros en democracia y terminaron incendiando el Olimpo (1980). Entonces, cuando empezamos a indagar, apareció un tema que es muy profundo: la historia de un grupo de artistas de orígenes diversos que se quedó de pie frente a la dictadura haciendo lo que mejor sabía hacer, que era teatro.

—Previo a la dictadura, en Rosario se hacía un teatro muy político y fue difícil sostener esos discursos ¿Cómo refleja eso el documental?

—(Cabruja) Es que en aquél momento se trataba de grupos de teatro que se habían formado por cuestiones políticas: estaban los que pertenecían al radicalismo, los peronistas, la gente del PC, entre otros. Eran grupos entre los que no había cruces. Sin embargo, cuando viene el golpe de Estado del 76, se abroquelaron en espacios, en sótanos, redujeron su apuesta teatral, pero siguieron juntos. Hubo un primer año que fue muy duro, del 76 al 77, que tuvieron que soportar listas negras, secuestros, encarcelamientos, ensayos donde había gente armada. La verdad es que en el proceso de investigación, aparecieron historias muy interesantes y hay una enorme cantidad de material y de registro que quedó afuera y que seguramente servirá para continuar.

—¿Cuál es la marca que sienten que deja este material?

—(Trasierra) Este documental demuestra que el teatro tuvo por aquellos años un terreno muy fértil en Rosario: se montaron muchas obras y hubo grupos que, como pasó con Arteón, lejos de esconderse, eligieron salir a la superficie y estar permanentemente expuestos, mostrando sus obras, caminando las calles de la ciudad y entregando volantes de difusión. En parte, eso es lo interesante del panorama que hemos investigado y que aparece ahora en el material que integra el documental.

—¿Cómo surgió el proyecto?

—(Trasierra) En realidad, surgió a partir del momento en el que me estaba por recibir de Profesora de Teatro. Tuve una idea, quizás un poco ingenua, porque al comienzo apenas fue una monografía sobre el tema para recibirme; pero allí crucé dos mundos que para mí son muy significativos: el teatro y la dictadura. Y me encontré con una primera sensación, el gran vacío de registros. Creo que en un punto, lo tomamos como una misión y aporte a la democracia, a la memoria y sobre todo, al “nunca más”.

—¿Cómo eligieron a los entrevistados?

—(Trasierra) Aparecen muchos y son todos muy valiosos en el contexto del que hacer teatral local. Están Liliana Gioia, Cristina Prates, Valterio Ciz, Mirko Buchín, Alfredo Anémola, Néstor Zapata, Hugo Salguero, Rody Bertol, Cacho Palma, Daniel Querol, María Zulema Amadeo, Clide Tello y Darío Grandinetti.

—En todos los casos, gente que sigue vinculada al teatro, que sigue produciendo…

—(Cabruja) Esa fue casi una consigna, porque nos parecía muy valioso hablar con gente que sigue trabajando, que su trabajo está vigente. Nos parecía importante dejar en claro que es gente a la que el teatro y lo que pasó en la dictadura no los mitigó, no los apagó, no se silenciaron.

—¿Cuáles sienten que son los puntos en común entre este grupo de gente que hizo del teatro un lugar de encuentro y resistencia?

—(Cabruja) Precisamente, son esas dos palabras: resistencia y encuentro. Porque todos pasaron por lo mismo, todos eran investigados, estaban en listas negras, a muchos les allanaban sus casas, se cerraban sus teatros. De todos modos, siempre prevalecía esta idea de que el otro estaba haciendo algo importante, más allá de la típica competencia que es parte del teatro y que, en cierto modo, hizo que la propuesta creciera. En Rosario hubo grupos que siguieron haciendo sus temporadas aún con los patrulleros en la puerta de la sala. También, “resistencia y encuentro” estuvieron apoyados por una gran poética: los artistas sabían de qué no se podía hablar, pero siempre iban un paso adelante e imponían las metáforas necesarias para poder seguir diciendo. Creo que ese es otro de los ejes de este documental. Y no hay que perder de vista que la Liga de la Decencia y la de Madres de Familia tenían mucho poder, mandaban en Rosario.

—(Trasierra) Todos estos relatos que aparecen en el documental están unidos por huellas que están asociadas con el miedo, pero también con una gran pasión por el teatro que fue lo que les permitió sobrevivir. La apuesta por el teatro fue lo que les permitió seguir vivos, respirar, producir en medio de una cotidianeidad muy marcada por la dictadura. No hay que perder de vista que esos años fueron la base de las que fueron dinámicas teatrales posteriores como las creaciones colectivas, que se entramaron en los años de la dictadura.

—¿Cuáles son los títulos que refleja el material como los más emblemáticos de aquellos años?

—(Trasierra) Los clásicos versionados fueron, como pasa siempre, el motor para poner en escena algunas obras que dejaban entrever una denuncia, y era como un modo “legal” de hacerlo. Hay títulos como La casa de Bernarda Alba (Lorca) o Stéfano (Discépolo), también hay una obra de Arteón que es muy mencionada, El último salva a todos, de la que participaron 40 actores, del mismo modo que Bienvenido León de Francia (Arteón) o El señor Galíndez (Tato Pavlovsky), entre muchas otras.

—(Cabruja) Son muchos títulos, pero cuando la dictadura ya se estaba alejando,1979-80, donde baja un poco la mano dura, aparece como gran referente ¿Cómo te explico?, con Chiqui González a la cabeza. La gente de aquél espectáculo cuenta que tenían como tres versiones de la obra: una para cuando aparecían los de la Liga de la Decencia, otra para cuando veían en la platea a algún sospechoso, y otra para los jóvenes y los adolescentes, que en definitiva era a quienes estaba dirigida. Pero hacerla, era toda una proeza.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Eso de lo que no se hablaba


ESTRENO TEATRO. El dramaturgo y director Daniel Dalmaroni analiza el “El secuestro de Isabelita”, obra de su autoría que es un éxito en la cartelera porteña desde hace dos años, y de la que esta noche, a partir de las 21, en la sala La Nave, de San Lorenzo al 1300, se conocerá una versión rosarina

Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del sábado 10 de septiembre de 2011)

Las obras teatrales del dramaturgo y director teatral Daniel Dalmaroni (La Plata, 1961) tienen como marca indeleble la incorrección política que deviene de un humor negro en el que se fusionan tragedias clásicas con otras más cotidianas o cercanas, y donde la sangre no suele estar ausente. De hecho, títulos como Maté a un tipo, Una tragedia argentina o Splatter rojo sangre, dan cuenta de eso.

Luego de seis meses de trabajo y de dos años en cartel en Buenos Aires, Dalmaroni estrenará esta noche, a las 21, en la sala La Nave (San Lorenzo 1383), una versión local de El secuestro de Isabelita, una pieza que discurre en los vaivenes políticos de los años 70, donde no se priva de su mordacidad para explorar un tema tabú hasta ahora, al menos en el teatro: el papel de las organizaciones armadas en los momentos previos al golpe militar del 76.

En una charla con El Ciudadano, Dalmaroni habló de la puesta local de esta obra que, entre otras particularidades, integrará con su versión porteña la grilla del inminente Festival Internacional de Buenos Aires (Fiba).

—¿Qué te llevó a estrenar una versión local de “El secuestro…”?

—Por un lado, uno de los factores, fue el buen funcionamiento de la obra en Buenos Aires: lleva dos años en cartel en el Teatro del Pueblo, donde por suerte se presenta siempre a sala llena.

—¿Por qué elegiste dirigir también la versión rosarina?

—Es un espectáculo políticamente muy incorrecto, que tenía sus riesgos, pero que está funcionando fantásticamente. Después de que Walter Operto (dramaturgo, director y coordinador de la sala La Nave) la vio en Buenos Aires, surgió la idea de versionarla en Rosario y no de llevar la versión porteña, lo cual me resultó sumamente interesante. Vimos cómo armar la ecuación, porque además de su propuesta de que la dirija yo, es una obra que, independientemente de que no soy un dramaturgo que impongo exigencias sobre mis textos, de hecho la mayoría los han hecho otros directores, es muy particular para mí.

—¿Por qué?

—Porque si es malinterpretada, si se monta paródicamente, no digo que pueda verse como lo contrario de lo que es, pero sí puede ser malentendida. Creo que la obra tiene ese riesgo que yo no quiero que se corra.

—¿El proceso de montaje incluyó un casting rosarino?

—Fue así, y estoy muy contento con el resultado: no sólo con los actores, que son muy buenos, sino también con la sala, con el ámbito en el que hemos trabajado, con todo el equipo. Sobre todo, con el equipo técnico, porque hay que tener en cuenta que yo viajaba los fines de semana y ellos continuaban con los ensayos el resto del tiempo.

—Repasar los años 70 corriéndose de cierta solemnidad o respeto, es de movida algo riesgoso ¿Qué cosas priorizaste en ese proceso?

—En principio, creo que la obra intenta cuestionar el hecho de que haya un sólo discurso, un discurso univoco y progresista respecto de los años 70.

—¿Cuál sería el contenido de ese discurso único?

—Que la militancia de los 70 fue la “juventud maravillosa”, y si decís la palabra “maravillosa”, es intocable: no se cometieron errores, no hubo ingenuidades, no hubo “aciertos y errores”, sino que hubo sólo “aciertos”. Y entonces, el desafío tenía que ver con cómo hacer, desde el progresismo, para apelar a un discurso que pueda cuestionarse a sí mismo. En lo personal, yo no tenía una edad para militar en Montoneros, tenía 14 años, pero sí era simpatizante de la UES (Unión de Estudiantes Secundarios), lo que significa que no lo hago desde afuera, al menos en el sentido político y espiritual de la cuestión. Y bajo ningún punto de vista soy un antiperonista que monta una obra sobre la guerrilla urbana peronista.

—¿Desde dónde partiste?

—En realidad, sobre el tema ya había libros pero no obras de teatro. Por ejemplo: si uno toma la novela La anunciación, de María Negroni; o La voluntad, de Eduardo Anguita y Martín Caparros, un libro con testimonios de la época, ahí ya se muestran los aciertos y los errores con claridad, pero era un tema que aún no había sido tratado en el teatro, y menos aún, desde el humor negro. Ése fue un punto de partida.

—¿Qué cosas se pueden contar del argumento de la obra ?

—Trata acerca de un grupo que se escindió, que fue echado de Montoneros, por ser excesivamente “fierrero”, que decide secuestrar a Isabel Perón. Si bien no es conveniente contar demasiado, sí puedo contar algo que sucede en los primeros cinco minutos. Es enero de 1976, son los últimos momentos del gobierno de Isabel Perón. El problema que tienen estos muchachos, de los cuales en la obra quedan muy claros cuáles eran sus ideales por un país mejor, es que cometen un error: en lugar de secuestrar a Isabel Perón, secuestran a Isabel Pavón, que es la mucama de Isabelita. Así empieza la obra, con esta mujer diciéndoles: “Yo no soy quienes ustedes creen, se equivocaron”. Desde allí hasta que se convencen, pasando por una serie de pruebas, de que se trata de un personal de maestranza de la Quinta de Olivos, deciden devolverla, pero no les es tan fácil, porque el afuera comienza a complicarse políticamente.

—En ese punto, y con cierta ironía, ¿queda velada la idea de varios sectores de aquél momento queriendo sacarse de encima a Isabel?

—Sí, porque claramente, en la obra se da a entender que los militares provocaban el golpe o hacían algo, pero estaban convencidos de que había que sacarse de encima a ésa mujer y a ése gobierno. Cuando en el final de la obra uno cree que ya no puede sorprenderse de nada, hay también una vuelta de tuerca acerca de la identidad de Perón. Pero más allá de todo, el texto tiene un final que hace honor a los caídos tanto sea por parte de la Triple A como los desaparecidos. En ése punto no hay equívoco posible.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Toda la sangre derramada


CRÍTICA TEATRO
La reconocida compañía catalana La Fura del Baus pasó miércoles y jueves por el Salón Metropolitano con “La degustación de Titus Andrónicus”, una singular fusión de estética “furera” y teatro clásico

Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del viernes 2 de septiembre de 2011)
Una bacanal, la consumación del placer de comer frente al horror de la tragedia más radicalizada. Sin embargo, los invitados a la gran cena siguen comiendo como si nada pasara. La Fura dels Baus parte, entre otros, de ese concepto, y del desafío de sentidos como el gusto y el olfato (el único cuya influencia no se puede “obviar”), muy poco explotados en las artes escénicas, para abordar Tito Andrónico, la tragedia más primitiva, sanguinolenta y horrorosa de William Shakespeare, de la que después se desprendieron otras quizás no tan sangrientas y un poco más románticas, como es el caso de Romeo y Julieta.
Pareciera que algo queda de aquella Fura de los años 80 y 90 que sorprendía con su osadía, descontrol y riesgo escénico, aunque la profesionalización es ahora la marca más fuerte de la agrupación catalana creada en 1979, y mucho de aquel caos que era una marca a fuego de su tan mentado “lenguaje furero” (como se vio en Rosario, en 1997, con Manes), es decir un espacio escénico múltiple y compartido donde todo podía pasar, hoy está algo atomizado.
Por un lado, La Fura, que miércoles y jueves pasó con su nuevo espectáculo, La degustación de Titus Andrónicus, por el Salón Metropolitano (Alto Rosario Shopping), toma la tragedia como tal y la reconstruye en el ámbito de un espacio escénico rectangular, aunque múltiple y articulado por una serie de grandes objetos móviles, delimitado por cuatro pantallas de grandes dimensiones que encierran al público como en un gran “corral”. En ellas se despliegan una serie de proyecciones que, en algunos casos, reconstruyen escenarios (a modo de escenografías virtuales), y en otros se revelan como metáforas del discurrir dramático, donde siempre apareen la sangre y lo trágico como determinantes del ámbito poético.
Esas acciones, que se sustentan en la apropiación del espacio escénico a partir de una serie de “tótems” móviles que sirven a modo de estrados para el ingreso de cada uno de los personajes, se mixturan con la preponderancia de un escenario frontal y otro lateral donde acontecen las escenas más corales.
La compañía privilegia en este montaje la base dramática del texto de Shakespeare, con sus personajes fundantes, cuya impronta y virulencia ha sido asociada a la de las tragedias de Esquilo, aunque como suele pasar con los clásicos las problemáticas asociadas con traiciones, intereses, escándalos sexuales y abusos de poder resuenan más que contemporáneas. La historia que desata la tragedia abreva en la llegada de Tito a Roma luego de su lucha con los Godos del norte. La mayoría de sus hijos murieron en esa guerra, excepto cuatro de ellos. El sacrificio de un prisionero como festejo de la victoria, un hijo de Tamora, reina de los Godos y nueva emperatriz de Roma, abre el sínodo trágico con destino a un final literalmente horroroso: la siguiente víctima será la hija de Tito, Lavinia, a quien le cortan la lengua y las manos, entre otras vejaciones.
Poco después, dos de sus hijos desaparecen, y la posible reaparición dependerá de que Tito se corte una mano y se la envíe a sus enemigos, quienes a cambio le devuelven aún sangrantes las cabezas de sus hijos. Ante la traición, Tito mata a los dos hijos restantes de Tamora, y en una bacanal caníbal los sirve en medio de una cena. No conforme, mata a su mutilada hija para salvar su honra y asesina a los emperadores.
En el contexto de acciones dramáticas que se desarrollan en un espacio muy ligado a lo audiovisual, la puesta pareciera por momentos homenajear la versión cinematográfica de la misma tragedia rodada por la inglesa Julie Taymor, en relación con el intento de aggiornar la tragedia apelando a situaciones contemporáneas, como por ejemplo las escenas épicas, que fueron armadas por animaciones digitales, o las de cacería, en el contexto de un bizarro videojuego, en el momento más adrenalínico para los espectadores.
Aunque el gran condimento parece ser la cocina que se “sirve” de esos cuerpos mutilados para preparar en vivo un plato que 28 comensales comparten sobre el final con los pocos “sobrevivientes” de la tragedia.
Si bien por momentos la puesta en escena repliega toda posibilidad de sustento dramático en vivo, la obra (no hay que olvidar que es un clásico con un texto denso y profuso) tiene algunos pasajes de gran interés teatral, como por ejemplo las dramáticas instancias en las que la mutilada Lavinia se reencuentra con su tío y luego con su padre, donde la profundidad narrativa y el soporte musical crean uno de los pocos momentos de fuerte teatralidad.
Sin embargo, la puesta en escena de gran factura técnica fagocita en varios pasajes lo que acontece en escena: no hay “diálogo” real entre el vivo y lo proyectado, más allá del diálogo virtual que establecen las imágenes previamente editadas. Ese distanciamiento posiciona el trabajo de La Fura en otro lugar, sobre todo teniendo en cuenta que el gran condimento de este equipo de artistas ha sido siempre la verosimilitud del “aquí y ahora”, la puesta a prueba del rigor físico siempre como motor o sustento narrativo, y en particular el riesgo en todas sus formas. Por el contrario, nada parece ser aquí riesgoso, todo está bajo control y todo sale bien, independientemente de toda la sangre “derramada”.

“Sentimos que es la piedra sin pulir de las tragedias"






ESTRENO TEATRO. El director del grupo catalán La Fura dels Baus, Pep Gatell, habla de “La degustación de Titus Andrónicus”, que esta noche y mañana, a partir de las 21, se presenta en el Salón Metropolitano del Alto Rosario Shopping

Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del miércoles 31 de agosto de 2011)
Volver al lenguaje “furero” es volver a los orígenes, a esa especie de ritual compartido en un espacio común que siempre fue una marca a fuego en las propuestas de la compañía catalana La Fura dels Baus, creada en 1979, que esta noche regresa a la ciudad, a 14 años de su primera presentación, cuando desembarcó en el CEC, en 1997, con Manes.
Ahora, la excusa es Shakespeare y su tragedia más primaria, descarnada y alejada de toda pretensión poética. Se trata de Tito Andrónico, que derivó en La degustación de Titus Andrónicus, una bacanal sanguinolenta para disfrutar en primer plano, que esta noche y mañana, a la 21, se presenta en el Salón Metropolitano (Shopping Alto Rosario) en el marco de una gira nacional y tras su paso por los escenarios europeos.
Bajo la dirección de Pep Gatell, la puesta busca mediar entre un texto atiborrado de escenas truculentas y la representación, donde se suma como gran condimento la cocina, poniendo en jaque un sentido aún poco explotado en el teatro: el gusto, independientemente de que unos pocos podrán disfrutar de la comida que será preparada durante la función y disfrutada en el final.
En una larga charla con El Ciudadano, Gatell habló de los alcances de la puesta, de la elección del texto de Shakespeare y del momento que vive España.
—¿A qué se debe este regreso al lenguaje fuerero, en medio de otros trabajos a la italiana, cómo grandes óperas o puestas al aire libre en diferentes escenarios del mundo?
—Es que es una de las características primarias de nuestra propuesta: compartimos el espacio escénico con el público. En este trabajo, particularmente, invitamos a todo el público a entrar en nuestro gran “escenario”, a estar de pie y a que ellos sean los que tengan que decidir en qué lugar y desde qué punto de vista quieren ver el espectáculo. Lo pueden hacer en un primer plano, casi tocando a los actores; o bien a medio plano, pero dentro de la acción, o también un poco más apartados, aunque en todos los casos los actores intervienen el espacio del público, porque esa es la característica especial y fundante de La Fura.
—¿Por qué eligieron esta tragedia y dónde sienten que resuena hoy como pasa siempre con los clásicos?
—La elección tuvo que ver con dos puntos: por un lado, porque es la primera tragedia que escribe Shakespeare, y sentimos que es la piedra sin pulir de las tragedias que vendrían más tarde. Quizás porque la escribe en una edad temprana y pareciera que hubiese querido que todo pase muy rápido. Ese punto nos venía muy bien para nuestro tipo de lenguaje, que es muy cercano al videoclip. Por otro lado, escogemos esta obra porque acaba con un ágape caníbal en el final, en donde Titus ha desmontado su esquema de valores, destrozado por lo que le ha pasado en la vida y por lo que la vida le ha ido arrancando, y entonces se transforma en una bestia y termina con todo.
—Uno de los tópicos de las tragedias shakespeareanas…
—Es verdad, lo que sucede es que aquí la vida lo ha llevado a Titus a situaciones tan límite, que su bestia se despierta para mal. Creo que aquí se revela una de las grandes metáforas de esta obra, porque pareciera que Shakespeare nos quiere decir que todos llevamos esa bestia adentro y que sólo hace falta que la despertemos; en ese punto se vuelve muy presente. La obra acaba con un ágape final en el que Titus se venga de todo y de todos, pero sobre todo de la masacre que ha sufrido su familia, con un banquete en el que su peor enemiga termina comiéndose a sus propios hijos sin que ella lo sepa. Eso nos interesaba mucho a nivel narrativo porque habla de los seres humanos y de lo buenos o malos que podemos llegar a ser.
—El canibalismo o antropofagia se volvió una marca del espectáculo ¿Fueron conscientes de eso al momento del montaje?
—Es verdad que es un momento fuerte, porque en la continuidad de lo que sucede eso pareciera pasar. Es que el ágape final de la tragedia nos habría la puerta a desafiar un sentido poco explotado, el del gusto, y a una cocina muy singular que se incorpora al espectáculo, en la que durante una hora y media dos cocineros preparan la cena. Es por esto que en ése final, 28 personas que integran el público, pueden saborear el plato preparado junto al emperador y la emperatriz y delante de todos. Para eso, contamos con uno de los tres mejores cocineros del mundo, y entonces, los que están allí se olvidan de la tragedia y comen. Esa es otra reflexión a tener en cuenta: la tragedia pasa y la gente sigue comiendo.
—¿Cuál es la idea de “espectáculo total” que han perseguido a lo largo de los años?
—Tiene que ver con el entrecruzamiento de disciplinas: aquí tenemos una banda sonora especialmente compuesta, y unas pantallas gigantes que son las que contienen el espacio escénico y rodean al espectador, por tanto tenéis también la sensación de haber ido al cine. Las proyecciones nos permiten cambiar los tiempos teatrales para corrernos del texto y jugar con un espacio escénico que es todo el tiempo modificado: por un momento estamos en una plaza pública, y un instante después, en un bosque. Pero además de la banda sonora, las proyecciones y la cocina, está el texto de Shakespeare. Por eso es que todo eso está puesto en función de poder contar una historia. Yo creo que lo bueno de La Fura es que cuando junta todas estas disciplinas las piensa como ingredientes del plato terminado. Es decir: todo tiene un sentido y está por algo. Todo está en su justa medida y no hay una disciplina en disonancia con las demás.
—¿Cómo viven como compañía la crisis económica que atraviesa Europa y en particular España?
—Estamos aquí por eso. Hemos tenido que emigrar como ustedes lo hicieron rumbo a España hace unos años; son los flujos del mundo contemporáneo. Como compañía, podemos continuar gracias a la diversidad de propuestas con las que contamos, que se desarrollan en paralelo y en diferentes lugares del mundo: si no sale bien una cosa, pues vivimos de la otra. La crisis nos ha tocado como a todos. Por ejemplo: en un tiempo de normalidad económica, hubiéramos hecho el doble de funciones de las que hicimos con este espectáculo.
—¿Qué cosas les ofrece el público argentino desde aquella primera vez en Córdoba en el marco del recordado Festival Latinoamericano de Teatro de 1984?
—Desde 1984 hasta ahora, siempre nos han tratado bien, nos hemos sentido del lugar. Vinimos un año después del regreso de la democracia y tanto para nosotros como para los que estuvieron en aquellas funciones fue una experiencia inolvidable; incluso hubo grupos que cambiaron su estética después de vernos y eso fue muy importante para nosotros.