“Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.



Peter Brook




miércoles, 25 de septiembre de 2013

Homenaje a los artistas, entre humor y nostalgia


CRÍTICA MUSICAL
Con dos funciones repletas y un elenco notable, “Forever Young”llenó de música y talento La Comedia



Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente en su edición en papel del miércoles 25 de septiembre de 2013)
Uno de los pasajes del musical “Forever Young”, que cuenta con la dirección artística del talentoso Daniel Casablanca.
Cantar hasta el final, cantar y recordar, pero siempre cantar. En cada estrofa o rima de una canción se encierra un momento vivido, transitado, compartido; la música es un viaje y el mejor intento para poder volver el tiempo atrás. Se sabe, una vieja (y no tan vieja) canción puede ser el puente hacia otro lugar, una postal del pasado, la instancia de un recuerdo que está por llegar y se materializa, un tramo del recorrido ya vivido.
Es el 2050, y en una institución para artistas retirados de Buenos Aires, la residencia El Picadero (la idea de “escenario” atraviesa todo el montaje), un grupo de ancianos comienza a transitar su cotidianidad (su rutina diaria de ejercicios, charlas y hasta procacidades), sin perder de vista que el tiempo y la distancia están allí, presentes y unidos en un punto cenital, que las canciones que cantaron del mismo modo que los personajes que interpretaron alguna vez en algún escenario forman parte de lo que son, de lo que hicieron de sus vidas, de lo que lograron construir para el imaginario del espectador.
Se trata de los entretelones del musical Forever Young, de Eric Gedeon, éxito europeo (primero noruego, más tarde español a manos del equipo catalán de El Tricicle) que en versión de un importante equipo artístico que completa el también director del montaje Daniel Casablanca (que le dio una impronta argentina a los conflictos y situaciones) pasó sábado y domingo, a sala llena, por el teatro municipal La Comedia, donde ya planea volver.
Fue el mismo Casablanca, uno de los mentores del grupo de humor Los Macocos, equipo de trabajo que a lo largo de su recorrido ha sabido transitar propuestas que conjugan mundos ligados al teatro con lo musical, quien entendió que el camino a recorrer daría sus frutos si aquella propuesta original comenzaba a hablar de personajes conocidos, de lugares reconocibles, de problemáticas comunes a la comunidad artística criolla.
Lo demás, queda en manos de un puñado de figuras de los musicales porteños que emana talento en cada detalle y que es el responsable de llevar adelante el desafío, compuesto por la fragmentación (en un ecuánime diálogo con lo que suelen disparar los recuerdos) de canciones que forman parte del imaginario popular de los años 70 en adelante, con la presencia insoslayable en escena del maestro rosarino, radicado en Buenos Aires, Gaby Goldman (Mina, che cosa sei, Rent, Casi normales), aquí, mucho más que un director musical, quien interpreta el piano en vivo, también, desde un personaje.
Acotados a los antojos de una singular enfermera, que recayó en manos de la talentosa soprano Andrea Lovera (Drácula), los “ancianos” no son otra cosa que la recreación del imaginario de un puñado de artistas reales (esos mismos actores) que, de la mano de Casablanca, imaginaron (e ironizaron) acerca de cómo serían dentro de algunas décadas.
Junto a Germán Tripel, ex integrante del grupo musical Mambrú (surgido del reality Popstars, y partícipe de musicales como Hedwig and the Angry Inch, Rent o Tango feroz), que por momentos se roba la atención con su conocida vis cómica, aparecen Wally Canella (Sweeney Todd), Christian Giménez (Sandro, el musical), Melania Lenoir (Chicago) y Mariela Passeri (Joven Frankenstein), quienes aportan sus estupendas voces y actitud para la actuación a un sinfín de momentos musicales a través de una trama en la que se filtran fragmentos entrañables de clásicos del teatro universal, como la escena del balcón o el trágico (pero romántico) final de Romeo y Julieta, el monólogo existencialista de Hamlet, y hasta fragmentos de La vida es sueño (Calderón de la Barca) o La casa de Bernarda Alba (Lorca).
En ese devenir, hace mella un atinado desprejuicio estilístico de canciones en el que se escuchan gemas de Queen, Alphaville (“Forever Young”), Rolling Stones, Eurythmics, Bob Marley, Los Beatles, Bob Dylan o Nirvana, entre otras.
Desde la partida, la selección prioriza piezas como “I Love Rock and Roll”, “Sweet Dreams” (en versiones bellísimas) o “Chiquitita”, el inoxidable éxito de Abba, pasando por el clásico italiano “Parole Parole”, una aguardentosa versión de “Roxanne”, un set de otros clásicos entre los que aparecen Raffaella Carrá o los Bee Gees, del mismo modo que el festivo “I Will Survive” o un set dedicado a una melange de piezas clave del rock nacional, donde se lucen “Muchacha ojos de papel”, “Popotitos”, temas de Sui Generis, Ratones Paranoicos o Rata Blanca, entre muchos otros.
Pero quizás lo más interesante de Forever Young esté dado por la nostalgia. Más allá de las situaciones de un humor físico y hasta circense que tiñen algunos pasajes, del mismo modo que aquellos en los que se apela a lo coreográfico y al irreprochable potencial vocal de sus intérpretes, cierta nostalgia impregna cada uno de los pasajes. Ellos, viejos en cuerpos jóvenes, están allí, concientes de la llegada de un final inevitable. 
Sin embargo, el paso del tiempo se vuelve apenas una circunstancia: ríen, se emocionan, se enojan, se insultan y hasta se aman como si fueran niños, como si el mundo fuera realmente “un gran teatro” en el cual el destino de los personajes (los de arriba y los de abajo del escenario) ya ha sido escrito y sólo queda un tiempo para poder interpretarlos sin reproches.

lunes, 9 de septiembre de 2013

El ocaso en plena juventud

Pensada para poco más de una veintena de espectadores, la visión de la obra implica ingresar literalmente al espacio escénico. (Foto Enrique Galletto)

CRÍTICA TEATRO

En “Amarás a tu padre por sobre todas las cosas”, Carla Saccani plantea una aguda crítica a los años 90. La obra cuenta con las actuaciones de Vanesa Baccelliere, Marina Lorenzo y María Florencia Sanfilippo


AMARÁS A TU PADRE POR SOBRE TODAS LAS COSAS
Dramaturgia y dirección: Carla Saccani
Actúan: Vanesa Baccelliere, Marina
Lorenzo, María Florencia Sanfilippo
Asistencia: Natacha Soboleosky,
Natalia Zatta
Producción:
Rocío Luna
Sala: Quercus Alba, Corrientes 563,
viernes a las 22

Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del lunes 9 de septiembre de 2013)
La orfandad, la ausencia, el desatino, el egoísmo, la opresión, el individualismo, el abuso, la competencia desleal, la risa desaforada, la complicidad, el abandono, el rencor, el dolor, la tragedia. Todo convive en una agobiante jornada de verano, larga, compleja y en tiempo real, en la que los acuerdos, los desacuerdos y las sorpresas estarán a la orden del día hasta que todo se marchite.
En Amarás a tu padre por sobre todas las cosas, su tercer trabajo como directora y primero con dramaturgia propia, la teatrista rosarina Carla Saccani elige contar una historia de interiores que, extrañamente, transcurre en una quinta de fin de semana en Oliveros, precisamente, el miércoles 31 de diciembre de 1997, cuando un año fatal para los argentinos está por terminar.
Es el mismo año en que mataron a José Luis Cabezas y la Carpa Blanca de los maestros arranca su incansable protesta frente al Congreso de la Nación, cuando tres amigas, dos de ellas medias hermanas y la tercera novia del padre de las restantes, se juntan (se encuentran), con objetivos claramente diferentes, para armar lo que será el festejo de fin de año a instancias de un padre que, parafraseando y tergiversando el primero de los mandamientos, será amado pero también odiado.
Aguda reflexión sobre el ocaso en plena juventud de una generación que vio cómo el sueño dorado y televisado de Verano del 98 no era más que un decorado, en el primer trabajo del prometedor equipo Teatro Cabeza aparecen, como problemáticas, la necesidad de protección a través de la figura paterna, la búsqueda desesperada del amor real, las marcas vinculares de la última dictadura militar, el concepto desteñido y mal visto de militancia que imperó en los 90, y la aparición de nuevos modos de comunicación como panacea de una economía que aseguraba que la venta de servicios sería la salvación.
Allí, en esos personajes, conviven también el anhelo de ser lo que no se es, de encontrar la aprobación fuera del lugar de pertenencia (algo tan rosarino), y de aspirar a una salvación individual por encima de la colectiva, acaso la marca más palmaria que dejó el atroz paso del menemismo.
Pensada para poco más de una veintena de espectadores por función, lo que genera ingresar literalmente al espacio escénico (ejercicio tan riesgoso como interesante y recomendable), y apelando al hiperrealismo como estética, la obra relata un fragmento de la historia de Cecilia (María Florencia Sanfilippo), Romina (Vanesa Baccelliere) y Celeste (Marina Lorenzo). Las dos primeras son medias hermanas por parte de padre (las madres son parte de otra historia que también pivotea con la central), y la tercera, además de amiga de Celeste y de Romina, es la joven novia de Armando, padre de las anteriores, un hombre de 65 años que le lleva 35, y al que conoce de chica, un dato no menor teniendo en cuenta el destino que tendrá luego cada uno de los personajes.
Así, con destellos lejanos de una tragedia griega, Amarás a tu padre por sobre todas las cosas sirve para el lucimiento de tres actrices formidables. Si María Florencia Sanfilippo consigue exasperar con la actitud maniquea y manipuladora que caracteriza a Cecilia en un comienzo, para abordar luego a quien realmente se esconde detrás de su actitud “despreocupada” y socarrona, la también cantante Vanesa Baccelliere logra con la aparentemente frágil Romina generar, al menos en la parte del recorrido del personaje que así lo requiere, la empatía con el espectador, al tiempo que Maru Lorenzo alcanza con Celeste varios estados, en un verdadero “tour de force”: lo que le permite la memoria, en un principio, deja ver a quién ella intenta mostrar; por detrás, su personaje habilitará que salgan a la luz los retazos de una historia que ella intentará juntar, algo que desde el texto está ingeniosamente construido para dar textura y profundidad al entramado de las tres historias astutamente urdidas.
Pero además, Saccani acierta no sólo a nivel dramatúrgico sino también de puesta en escena: una recreación preciosista y obsesiva de lo que fueron los años 90 aparece en un primer plano, pero también en los parlamentos, en la estética, en la música, en los comportamientos de los personajes, en sus modos de hablar y de relacionarse. Al mismo tiempo, la directora pareciera conjugar allí los mundos estético-dramáticos de sus dos puestas anteriores: hay algo de la impronta almodovariana que tiñó su recordada versión de Fraternidad, de Mariano Moro, del mismo modo que el clima siniestro, sórdido, perturbador y trágico en el que navegó su singular versión de El malentendido, de Albert Camus, que aquí, además, adquiere ribetes de thriller psicológico. 
De todos modos, en un sentido más profundo, Saccani habla de la ausencia o de la muerte del padre, de cómo esa falta se vuelve una presencia simbólica, y de cómo ese padre representa a otro: un país sin figura paterna se desangra a la sobra de los avatares de estos personajes que se multiplican. Son esos mismos personajes, una vez conocido el inesperado desenlace, los que llevan a preguntarse quiénes son los buenos y quiénes los malos de la historia (de esta y de todas), cómo todo relato adquiere dimensión real con el paso del tiempo y cómo, siempre, la vida da sorpresas por el lugar que menos se lo espera. Aquí, en una noche trágica, y a la hora en la que los disparos se cofunden con brindis y fuegos artificiales.