Luego de una exitosa temporada en 2009, vuelve Los días de Julián Bisbal. Viernes de abril, a las 22, en el Teatro de la Manzana (San Juan 1950, boletería habilitada desde las 19). El Centro Experimental Rosario Imagina repone su última experiencia teatral, una estremecedora historia para disfrutar y emocionarse, del reconocido autor nacional Roberto Tito Cossa.
Elenco: (por orden de aparición)Erika Aristides, Juan Nemirovsky, Federico Tomé, Melisa Patriarca, Victoria GarayDirección y puesta en escena: Rody Bertol
Elenco: (por orden de aparición)Erika Aristides, Juan Nemirovsky, Federico Tomé, Melisa Patriarca, Victoria GarayDirección y puesta en escena: Rody Bertol
Crítica de la obra publicada por El Ciudadano el 8 de agosto de 2009
Con “Los días de Julián Bisbal”, Rosario Imagina busca acercarse al público
Miguel Passarini
“Figuraté que pierdes la cabeza, y aunque no lo creas se te va la voz como se fue tu piel, nada te queda ya, sólo la realidad”, escribió a fines de los años 60 Luis Alberto Spinetta en su contundente “Figuración”.
No casualmente, una de las estrofas de esa canción de Almendra sumerge desde el primer apagón a los espectadores de Los días de Julián Bisbal en un pasado-presente: el de un hombre como miles que un día se levanta y se da cuenta que su vida es un error, que ha vivido equivocado, y que dirá sin más remedio: “Hoy no quiero ir a trabajar, no sé lo qué me pasa, es como si todo se viera distinto”.
Aunque la empresa parecía compleja, sobre todo si se piensa cómo se conjuga en un proyecto teatral el realismo social de los años 60 de Roberto Tito Cossa (en su momento, vanguardia) con el mundo poético (onírico y de gran cuidado estético) al que suele someter sus puestas Rody Bertol, el resultado es a favor.
Bertol, al frente del Centro Experimental Rosario Imagina desde hace 18 años, tomó el texto de Cossa a modo de homenaje a un tiempo, el de su primera juventud, en el que veía a sus maestros en esos personajes. Pero también lo tomó porque “siempre estuvo ahí” (en los ensayos, en los talleres, en La Escuela de Teatro), y más allá de su pretensión de trabajar el realismo (independientemente de lo que Cossa escribió alguna vez, cuando afirmó que “el realismo puede apelar a la forma que más le conviene al creador”), el resultado juega con elementos que escapan a esa estética: están allí algunos de los clichés del realismo naturalista mixturados con otros propios del grotesco. Incluso, independientemente de la voluntad del director, algo de su mundo de “fantasmas” se filtró para concretar un trabajo que discurre entre el filoso equilibrio que se juega frente a la voluntad de acercarse al público y el deseo de ser fiel a un teatro que prioriza el arte y la poética por encima de todo.
Si en su versión de Los invertidos (2007), la polémica obra de José González Castillo, Bertol revestía los muros del recoleto espacio escénico dispuesto a dos frentes del teatro La Manzana con espejos para que sus personajes tomen conciencia de su “doble moral”, ahora, con una disposición similar, somete a cada uno de los personajes a una especie de juego brechtiano: llegan, se confiesan, y luego aceptan la condición de asumir el desafío de contar una historia (nada menos).
Tal como lo imaginó Cossa, Julián se levanta un día cualquiera y toma conciencia de que para ser feliz deberá cambiar, o su vida será, como hasta ahora, un rotundo fracaso. Y allí estará Carmen, su mujer, queriendo parecer perfecta y reclamando atención, y también estarán Carlos su compañero de trabajo ahora “exitoso”, o Dora, el amor de su vida (no aparecen en la obra todos los personajes). Y rodeándolo todo, el paso del tiempo, los años 60 y la inteligente decisión de traer el conflicto a una Rosario que resuena en sus lugares de antaño y que, sin saberlo, se preparaba para afrontar los vaivenes políticos del Rosariazo, con los jóvenes en la calle repudiando a Onganía.
De todos modos, como algunas de sus parientas cercanas (Soledad para cuatro, de Ricardo Halac, y hasta Nuestro fin de semana del mismo Cossa), Los días de Julián Bisbal es una pieza que trabaja sobre una problemática de interiores que no tiene tiempo, dado que en la revelación de Julián está la insatisfacción de un momento de la vida que se vuelve bisagra, los 30 años (los mismos que tenía Cossa cuando la escribió), un momento crítico, incómodo, angustiante, sentimientos que Juan Nemirovsky en la piel del protagonista logra transmitir con su siempre elocuente presencia, frente a un personaje que lejos de quedarle grande, lo muestra en otra faceta de su incuestionable talento. También es de destacar la presencia de Federico Tomé (Carlos), que consigue momentos de gran efecto, como el espejo en el que Julián quiere reflejarse aunque no lo consiga.
De todos modos, la escena más bella y lograda de la obra es la que Julián juega frente a Dora (buen trabajo de Eleonora Arias), su amor de juventud, momento que llega para confirmar que nada le queda a Julián más que el dolor y la resignación frente a una mujer que le dice “ya es demasiado tarde”.
La obra, en general de buena factura técnica, se vuelve en sí misma una paráfrasis acerca de las consecuencias que provoca la elección equivocada, y lejos del realismo naturalista al que remite el texto, Bertol propone una especie de juego onírico, brumoso, en el que los personajes parecen llegar al presente (a la escena en cuestión) desde el más allá, para habitar los momentos que conducirán, parafraseando a O’Neill, ese “largo viaje de un día hacia la noche”.
No casualmente, una de las estrofas de esa canción de Almendra sumerge desde el primer apagón a los espectadores de Los días de Julián Bisbal en un pasado-presente: el de un hombre como miles que un día se levanta y se da cuenta que su vida es un error, que ha vivido equivocado, y que dirá sin más remedio: “Hoy no quiero ir a trabajar, no sé lo qué me pasa, es como si todo se viera distinto”.
Aunque la empresa parecía compleja, sobre todo si se piensa cómo se conjuga en un proyecto teatral el realismo social de los años 60 de Roberto Tito Cossa (en su momento, vanguardia) con el mundo poético (onírico y de gran cuidado estético) al que suele someter sus puestas Rody Bertol, el resultado es a favor.
Bertol, al frente del Centro Experimental Rosario Imagina desde hace 18 años, tomó el texto de Cossa a modo de homenaje a un tiempo, el de su primera juventud, en el que veía a sus maestros en esos personajes. Pero también lo tomó porque “siempre estuvo ahí” (en los ensayos, en los talleres, en La Escuela de Teatro), y más allá de su pretensión de trabajar el realismo (independientemente de lo que Cossa escribió alguna vez, cuando afirmó que “el realismo puede apelar a la forma que más le conviene al creador”), el resultado juega con elementos que escapan a esa estética: están allí algunos de los clichés del realismo naturalista mixturados con otros propios del grotesco. Incluso, independientemente de la voluntad del director, algo de su mundo de “fantasmas” se filtró para concretar un trabajo que discurre entre el filoso equilibrio que se juega frente a la voluntad de acercarse al público y el deseo de ser fiel a un teatro que prioriza el arte y la poética por encima de todo.
Si en su versión de Los invertidos (2007), la polémica obra de José González Castillo, Bertol revestía los muros del recoleto espacio escénico dispuesto a dos frentes del teatro La Manzana con espejos para que sus personajes tomen conciencia de su “doble moral”, ahora, con una disposición similar, somete a cada uno de los personajes a una especie de juego brechtiano: llegan, se confiesan, y luego aceptan la condición de asumir el desafío de contar una historia (nada menos).
Tal como lo imaginó Cossa, Julián se levanta un día cualquiera y toma conciencia de que para ser feliz deberá cambiar, o su vida será, como hasta ahora, un rotundo fracaso. Y allí estará Carmen, su mujer, queriendo parecer perfecta y reclamando atención, y también estarán Carlos su compañero de trabajo ahora “exitoso”, o Dora, el amor de su vida (no aparecen en la obra todos los personajes). Y rodeándolo todo, el paso del tiempo, los años 60 y la inteligente decisión de traer el conflicto a una Rosario que resuena en sus lugares de antaño y que, sin saberlo, se preparaba para afrontar los vaivenes políticos del Rosariazo, con los jóvenes en la calle repudiando a Onganía.
De todos modos, como algunas de sus parientas cercanas (Soledad para cuatro, de Ricardo Halac, y hasta Nuestro fin de semana del mismo Cossa), Los días de Julián Bisbal es una pieza que trabaja sobre una problemática de interiores que no tiene tiempo, dado que en la revelación de Julián está la insatisfacción de un momento de la vida que se vuelve bisagra, los 30 años (los mismos que tenía Cossa cuando la escribió), un momento crítico, incómodo, angustiante, sentimientos que Juan Nemirovsky en la piel del protagonista logra transmitir con su siempre elocuente presencia, frente a un personaje que lejos de quedarle grande, lo muestra en otra faceta de su incuestionable talento. También es de destacar la presencia de Federico Tomé (Carlos), que consigue momentos de gran efecto, como el espejo en el que Julián quiere reflejarse aunque no lo consiga.
De todos modos, la escena más bella y lograda de la obra es la que Julián juega frente a Dora (buen trabajo de Eleonora Arias), su amor de juventud, momento que llega para confirmar que nada le queda a Julián más que el dolor y la resignación frente a una mujer que le dice “ya es demasiado tarde”.
La obra, en general de buena factura técnica, se vuelve en sí misma una paráfrasis acerca de las consecuencias que provoca la elección equivocada, y lejos del realismo naturalista al que remite el texto, Bertol propone una especie de juego onírico, brumoso, en el que los personajes parecen llegar al presente (a la escena en cuestión) desde el más allá, para habitar los momentos que conducirán, parafraseando a O’Neill, ese “largo viaje de un día hacia la noche”.
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