“Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.



Peter Brook




martes, 20 de abril de 2010

Final de una familia carnicera












La Comedia de la Universidad Nacional del Litoral (UNL), dirigida por Lito Senkman, estrenó a fines de 2008, en el marco del Festival Argentino de Teatro, una impactante versión de la obra “Una tragedia argentina”, del dramaturgo porteño Daniel Dalmaroni. En la inteligente puesta de Senkman, todo lo dicho y lo hecho adquiere una dimensión que pasa de lo paródico a lo horroroso.



Por Miguel Passarini
Toda institución familiar que se precie de tal y que pretenda mantener cierto orden, cierta corrección política frente a su entorno y de cara a la sociedad, oculta algunos secretos. Tanto es así, que cuando por un hecho fortuito esos secretos salen a la luz, puede desatarse una tragedia de ribetes shakespeareanos.
Sobre esta base, el dramaturgo y guionista porteño Daniel Dalmaroni escribió Una tragedia argentina, obra que parece haber encontrado eco en los directores del interior del país, tras ser estrenada hace dos años en Buenos Aires por Alejandro Casavalle. Ahora es Lito Senkman, al frente de un elenco santafesino perteneciente a la Comedia de la Universidad Nacional del Litoral (UNL), quien presentó una estupenda versión de esta obra en la noche de cierre de la V edición del Festival Argentino de Teatro, que se realizó en noviembre de 2008 en la ciudad de Santa Fe. Una tragedia argentina es, en ciernes, una comedia de ribetes negrísimos. Una familia argentina tipo (madre, padre, dos hijos) y el hermano del marido, conviven en una claustrofóbica vivienda, en particular en la cocina, donde se desarrolla la acción. Hacinados, el contacto físico es inevitable: se tocan, se rozan, se miran, aparece el deseo. Un anecdótico comentario del cuñado acerca de la anatomía de la dueña de casa no hará más que desatar una andanada de violencia, primero desde el padre hacia su hermano y después de éste hacia su mujer, para no parar hasta el final. Los hijos también serán de la partida a la hora de traer a la cocina algunas “novedades”: el muchacho se confiesa gay y la chica pone a la luz un embarazo de seis meses, fruto de un romance que mantiene con el novio de su hermano. Sin embargo, en tren de confesiones, la espiral bizarra, feroz e impredecible, continúa hasta abordar ribetes insospechados. En el medio, cuchillos y tijeras provocarán en el otro el dolor suficiente como para que la sangre que tiñe toda la escena al estilo del cine “gore”, busque sacar del cuerpo aquello que los ha llevado a semejante situación de promiscuidad, decadencia y angustia.
Dalmaroni, también autor de Maté a un tipo y Burkina Faso, plantea un retrato terminal de la familia “carnicera” argentina, esa que del mismo modo que puede amarse con locura, puede desangrarse tras un impulso porque en ella, como en la sociedad, todo está “atado con alambre”. Sin embargo, es la puesta de Senkman la que da verdadero sentido a esta disparatada estructura dramática. En un espacio escénico pequeño, una cocina de impronta realista en la que se disponen una mesa con sillas frente a una mesada con cocina y heladera, las impresiones de lo trágico irán tomando forma. En la inteligente puesta de Senkman todo lo dicho y lo hecho adquiere una dimensión que pasa de lo paródico a lo horroroso gracias al trabajo de un destacado elenco integrado por Raúl Eusebi, Silvana Montemurri, Lucas Ranzani, Vanina Monasterolo y Raúl Kreig, del que se destaca este último por su impresionante composición de un padre ausente, hastiado, que como una especie de Gregorio Samsa transformado en cucaracha terminará recluido en un rincón de la cocina, padeciendo la agonía propia y contemplando la del resto.
Es así como en la cocina, desangrados, al borde de la muerte, la “sagrada familia” imaginada por Dalmaroni soportará el final con estoicismo. La presencia de lo religioso (un rezo como último recurso) y los cuchillos y tijeras clavados por el padre sobre la mesa dando “forma” de instalación a una disfuncionalidad surgida del dolor y la imposibilidad, serán los testigos de un ralentado apagón final. A esa altura, ya nadie se ríe en la platea, y cualquier parecido con el Castillo de Elsinor que Horacio describe en Hamlet, una tragedia que como la de Dalmaroni incluye traiciones e incesto, no es pura casualidad.

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