“Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.



Peter Brook




miércoles, 19 de octubre de 2011

Filoso revisionismo del pasado reciente



CRÍTICA TEATRO

El dramaturgo y director platense Daniel Dalmaroni consiguió una atractiva versión de su obra “El secuestro de Isabelita” con un elenco de actores rosarinos


EL SECUESTRO DE ISABELITA

Autor y director: Daniel Dalmaroni

Asistencia: Federico Fernández Moreno

Coordinación general: Walter Operto

Actúan: Angie Ambrogi, Roberto Malaguarnera,
Juan Onetto, Anabella Agostini, Romina Zencich, Alesandra Roczniak, Lisandro Quinteros, Juan José González Sala: La Nave, San Lorenzo 1383, sábados a las 21

Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del miércoles 19 de octubre de 2011)
Los cuerpos narran, lo atroz de la historia reciente de todos los argentinos está en los cuerpos. Los cuerpos jóvenes se apropian de la historia, apelan a la memoria, a lo retentivo, a lo visto, oído, narrado. Un aguantadero, quizás un sótano; ellos están allí, son un grupo de Montoneros escindidos por “fierreros”, acaso la primera ironía de una obra teatral que discurre con notable fluidez sobre lo que es ironizar sobre un tema (una parte de la historia) que parecía “intocable”, un detalle no menor que provoca la complicidad inmediata con el público.
El prolífico dramaturgo, director y docente platense Daniel Dalmaroni, conocido en todo el país (también en el exterior) por la muy representada Una tragedia argentina, abreva en El secuestro de Isabelita, obra que escribió y dirigió en Buenos Aires y que desde hace poco más de un mes también montó con un elenco local (por el momento, se reserva el montaje de este texto al que considera “de cuidado”), en los entretelones de la antesala del golpe militar del 1976.
Apelando a un humor filoso, concreto, y al mismo tiempo sumamente inteligente, algo que además caracteriza toda su obra (Burkina faso, Maté a un tipo, entre muchas otras, donde priman la crueldad y el humor negro en cuotas iguales), Dalmaroni, aquí con la colaboración del director local Walter Operto y de todo su equipo de La Nave, construye un entramado que va desde el disparate al sentido común, tomando como ejes del relato hechos o circunstancias reales en un contexto dramático imaginado.
No es Isabel Perón la secuestrada del título, se trata de Isabel Pavón, una asistente (personal de maestranza) de la polémica mujer del general, por entonces presidenta de la Nación. Es el verano del 76, y es a esta mujer, en una triste confusión que tendrá su costo, a la que un grupo de ex Montoneros se lleva de la Quinta de Olivos mientras ésta ordena una habitación y asegura no ser Isabelita. De todos modos, ellos están convencidos de que es la presidenta y de que a partir del suceso esa célula tomará el protagonismo buscado, en el contexto de un momento histórico en el que la Triple A hacía estragos, y la ferocidad de la dictadura por venir mostraba sus primeros zarpazos.
Si bien la puesta busca reflexionar desde el humor (vaya desafío) sobre las contradicciones de la militancia en los años 70, se complejiza (para bien) en un devenir en el que intervienen cuestiones ligadas con aquel momento del peronismo (el de derecha enfrentado al de izquierda), apelando a un ejercicio de memoria en el que se pone en jaque lo ocurrido con el tamiz que implica el paso del tiempo.
Así, el director juega a poner en esos relatos (parlamentos) momentos de la historia que vendrían después como la no sucesión de Perón y la aparición de supuestos hijos, el destino desconocido de sus manos (su tumba fue profanada en 1987), y hasta una hipótesis diferente acerca de su muerte.
En el comienzo, la irrupción de un material audiovisual posiciona al espectador en tiempo y espacio. Claramente son los años 70, tiempo de lucha sindical, de enfrentamientos ideológicos feroces, de chicos y jóvenes que querían un país mejor. Isabel Martínez de Perón, quien había asumido el gobierno el 1º de julio de 1974 como vicepresidenta, tras la muerte de su esposo, el general Perón, se debate entre la insensatez y las decisiones de su entorno, donde “brillan” las “inmanentes” ideas del Brujo, José López Rega, secretario privado de ambos, y mentor de la llamada Alianza Anticomunista Argentina, más conocida como Triple A.
Lo que vendrá, la aparición de los personajes, dejará en evidencia las grietas de un movimiento que entre buenas intenciones y decisiones desacertadas (y hasta ingenuas) puso en juego valores e ideologías, pero sobre todo vidas humanas.
Desde la actuación, muy conocedor de su obra y de lo que quiere contar, Dalmaroni, con la colaboración de Operto y la asistencia de dirección Federico Fernández Moreno, armó un elenco de actores infrecuente surgido de un casting, donde primaron los requerimientos de los personajes por encima de las “reuniones amistosas” a las que suele arribar el intento de montar una obra en la ciudad. Esa búsqueda de calidades diferenciales en los actores se nota en el trabajo final: más allá de mejores y peores performances, el equipo de actores alcanza una media más que aceptable a la hora de trabajar cuestiones corporales y expresivas, que posicionan a la versión a la par de su gemela porteña, merced al equipo artístico local (en su totalidad), que logra dotar al trabajo de un verosímil en el que se filtran desde el humor instancias de un absurdo cotidiano.
Aunque quizás lo más interesante de esta pieza teatral, que se destaca por su contundencia e ingenio dentro de la vasta obra de Dalmaroni, es que pone en jaque la existencia de lo que el propio autor llama el “discurso unívoco y progresista respecto de los años 70”. Es así que vale el intento a la hora de desentrañar y desmantelar una trama en la que la improvisación, la confusión y la desprolijidad se volvieron factores de riesgo en el contexto de un movimiento que, más allá de muchas buenas intenciones, requiere (pide a gritos) de parte de la historia una profunda autocrítica, algo que en el terreno del teatro era, al menos hasta ahora, materia pendiente, con una apuesta por un revisionismo filoso, en el que el autor y director, en un final en el que la risa queda de lado, deja en claro en qué vereda está parado.

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