CRÍTICA TEATRO
Un pasaje de la puesta dirigida por la dupla Bosco-Goicoechea. |
Esteban Goicoechea y Miguel Bosco dirigen una versión de “Un guapo del 900”, de Samuel Eichelbaum, escrita por Marcelo Camaño, con producción de la Secretaría de Cultura municipal, en la que se desdibuja el dramatismo del original
Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del jueves 22 de noviembre de 2012)
Un clásico, para revelarse como tal, debe desafiar el paso del tiempo; volverse, en el presente, como un eco que llega del pasado para dejar en claro que, muchas veces, las cosas no han cambiado tanto y que la historia se repite.
Esa es la sensación que se tiene al releer Un guapo del 900, la obra de Samuel Eichelbaum, pieza en tres actos dividida en seis cuadros escrita en los años 40 (aunque la acción se sitúa a principios del siglo XX), en la que víctimas y victimarios del poder político (de la política de la época de los “caudillos”) vuelven rancios sus vínculos casi como los diálogos que se ennegrecen y agitan como el día cuando llega la noche. Así, desde el ocaso, esos vínculos resuenan hoy para hablar de lo mismo de antaño, confirmando la hipótesis de que las cosas, en algunos aspectos, siguen igual.
De este modo, con la consigna de ofrecer una versión (no es aquí un dato menor) de la obra de Eichelbaum (de la que se recuerda la reciente de Eva Halac en la provincia de Buenos Aires), el Teatro Municipal La Comedia, con producción de la Secretaría de Cultura municipal, estrenó el sábado 10 Un guapo del 900, que continúa en cartel este fin de semana.
Luego de un casting del que participaron 150 actores, Miguel Bosco y Esteban Goicoechea, los elegidos para encargarse de la dirección, comenzaron con los ensayos de la versión en cuestión, que lleva la firma del talentoso guionista rosarino radicado en Buenos Aires Marcelo Camaño, de vasta trayectoria y premiado recorrido en la televisión.
Si bien los elementos fundantes del conflicto entre ético y moral planteado por Eichelbaum, de algún modo, se mantienen en el texto, la versión recorta de una veintena a seis los personajes que aparecen en el original (un riesgo importante), dejando casi sin ornamentos y para ser contado en poco más de 50 minutos el triste destino de Ecuménico López, su singular vínculo con su madre Natividad (aquí potenciado y radicalizado), y su nobleza y fidelidad que deviene en tragedia, a partir de su lazo con don Alejo Garay, su patrón político y mandamás, por quien se juega y sale mal parado.
El montaje, sustentado en un dispositivo escenográfico que a modo de objeto escultórico móvil preside el espacio escénico (uno de los puntos más atractivos de toda la puesta), pone en escena, casi al mismo tiempo, a todos los personajes: los que sostienen la acción dramática (algo arrebatada camino al desenlace) y los que no. Sin embargo, esas “extra escenas” se vuelven distractivas en relación con un orden más definido de la puesta que es ese primer plano o foco en el que se desarrollan las escenas principales, echando por tierra algunos pasajes que por momentos coquetean con la intensidad original de esta especie de sainete criollo con visos de tragedia, más allá de una marca en las actuaciones que demuestra cierto distanciamiento o desafectación.
Independientemente de que no se cumple, todo indica que el objetivo era que cada uno de los personajes (completan la lista Edelmira Carranza de Garay, la mujer de don Alejo; Palmero y el doctor Clemente Ordóñez, quien muere a manos de Ecuménico) pueda ser una especie de voyeur de su propio destino, más allá del “limbo escénico” en el que permanecen, una instancia que tampoco es apoyada desde el diseño lumínico, que no refuerza el dramatismo de lo que acontece en ese primer plano como tampoco opaca el resto del espacio escénico al que se ve absolutamente desprovisto de todo elemento teatral (patas, telones), dejando al desnudo la caja del escenario.
A instancias de pensar en un elenco de actores de trayectorias disímiles pero de indiscutible talento y presencia escénica, todo deja entrever que la falta de compromiso que marca la impronta de los personajes, que no manejan matices y que pasan del susurro al grito exasperado, tiene que ver con la mirada impuesta por la dirección, que si bien buscó, por un lado, emparejar esos registros, por otro, empañó el lucimiento individual de cada uno de los actores.
Otro dato que resulta contradictorio, dado cierto aire de pretendida actualización que muestran algunos diálogos y detalles de vestuario y música, es el uso de la voz pasiva, que pone distancia con un público que en esa sala, y sobre todo tratándose de un teatro oficial, busca en el teatro de repertorio nacional un espejo en el cual poder sentirse reflejado.
Independientemente de la suma de aciertos o errores, el objetivo de la puesta fue acercarse a ese público heredero del fenómeno que fue, en esa misma sala, Canillita, de Florencio Sánchez, aunque aquí no se trate de un texto que trabaje la empatía con el público. Por el contrario, la versión reniega de la introspección (de los climas) que caracteriza a la segunda etapa de Eichelbaum que comienza en los 40 y de la cual Un guapo del 900 es su mayor paradigma.
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