9a EDICIÓN DEL FESTIVAL ARGENTINO DE TEATRO EN LA CIUDAD DE SANTA FE
En las primeras jornadas, y en el marco de una serie de presentaciones de libros y charlas, se pudo ver el espectáculo performático “Mi vida después”, de la creadora porteña Lola Arias, que indaga en las marcas que dejó la última dictadura militar
Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del viernes 9 de noviembre de 2012)
Con recursos económicos correctamente utilizados y una programación que ha sabido mantener un formato pequeño y de calidad, la novena edición del Festival Argentino de Teatro que comenzó el martes y finaliza el domingo en la ciudad de Santa Fe, se vuelve a erigir como uno de los encuentros más atractivos del interior del país junto con los festivales de Rafaela y del Mercosur (Córdoba).
En el marco de una serie de actividades paralelas que hasta el momento incluyeron la presentación del valioso libro Inventario del teatro independiente de Santa Fe, con la participación del dramaturgo local Jorge Ricci (compilador), y del prestigioso crítico local Roberto Schneider (El litoral), quien participó como referente de un momento del teatro independiente de la capital provincial, y una jugosa entrevista pública con el actor, director y docente Rubén Szuchmacher, la programación arrancó el martes con las presentaciones de La penúltima oportunidad, escrita y dirigida por el santafesino Rafael Bruza (producción 2011 de la Comedia de la UNL), y Mi vida después, una performance heredera de lo que hoy se conoce como teatro post dramático, escrita y dirigida por la talentosa creadora porteña Lola Arias.
Por su parte, el miércoles fue el turno de la puesta cordobesa Al final de todas las cosas, espectáculo basado en textos de Sófocles con dramaturgia y dirección de Daniela Martín, y El centésimo mono, puesta porteña con dramaturgia y dirección de Osqui Guzmán.
A su tiempo, y al cierre de esta edición, se esperaban las dos funciones del unipersonal Escandinavia, con dramaturgia y dirección de Lautaro Vilo y la actuación de Rubén Szuchmacher, y Nada del amor me produce envidia, otra puesta porteña de vasto recorrido festivalero, con dramaturgia de Santiago Loza y dirección de Diego Lerman, mientras que hoy, con dos funciones, será el turno, entre otras, de la versión rosarina de La tercera parte del mar, de Alejandro Tantanián, con dirección del debutante Felipe Haidar.
Lo que queda, lo que duele
Con Mi vida después, estrenado en el teatro Sarmiento de Buenos Aires en 2009 y con funciones en diferentes espacios hasta hace unas pocas semanas, Lola Arias (La escuálida familia, El amor es un francotirador) busca entablar un diálogo con el pasado, con las ausencias, las grietas y los abismos vinculares que dejó la última dictadura militar, tomando como paradigmas a seis actores nacidos entre los años 70 y 80 que buscan recrear desde sus cuerpos la juventud de sus padres a través de una serie de recursos que van desde fotos y grabaciones hasta proyecciones u objetos que se integran al espacio escénico-narrativo con la lógica del teatro post dramático, en la que el relato se corre del cuerpo a modo de distanciamiento.
Como pocas veces, una gran artillería de recursos que incluyen además la música en vivo y un gran espacio (el escenario) articulado en diferentes instancias, la puesta se cimienta en el relato en primera persona: cada uno de los personajes trae a escena aquello que marcó y marca su existencia. Son los hijos de desaparecidos o apropiadores, o dictadores, allí están sus ropas y sus recuerdos, los objetos y los papeles que documentan ese vínculo, los audios con sus voces, los relatos que los traen al presente para, de algún modo, entender lo que pasó en el pasado y poder elaborar una teoría acerca de su propia identidad.
Apelando a un singular recurso a mitad de camino entre recital de banda de rock, reconstrucción museística y catarsis colectiva, el espectáculo de Lola Arias, a todas luces una de las creadoras más talentosa de la generación que transita los 30, se erige como un relato en el que prevalecen la intensidad de las palabras, la dinámica del relato y los cuestionamientos de una generación que debió “rearmarse” para poder convivir con
la generación que los precedió.
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