CRÍTICA TEATRO
La reconocida compañía catalana La Fura del Baus pasó miércoles y jueves por el Salón Metropolitano con “La degustación de Titus Andrónicus”, una singular fusión de estética “furera” y teatro clásico
Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del viernes 2 de septiembre de 2011)
Pareciera que algo queda de aquella Fura de los años 80 y 90 que sorprendía con su osadía, descontrol y riesgo escénico, aunque la profesionalización es ahora la marca más fuerte de la agrupación catalana creada en 1979, y mucho de aquel caos que era una marca a fuego de su tan mentado “lenguaje furero” (como se vio en Rosario, en 1997, con Manes), es decir un espacio escénico múltiple y compartido donde todo podía pasar, hoy está algo atomizado.
Por un lado, La Fura, que miércoles y jueves pasó con su nuevo espectáculo, La degustación de Titus Andrónicus, por el Salón Metropolitano (Alto Rosario Shopping), toma la tragedia como tal y la reconstruye en el ámbito de un espacio escénico rectangular, aunque múltiple y articulado por una serie de grandes objetos móviles, delimitado por cuatro pantallas de grandes dimensiones que encierran al público como en un gran “corral”. En ellas se despliegan una serie de proyecciones que, en algunos casos, reconstruyen escenarios (a modo de escenografías virtuales), y en otros se revelan como metáforas del discurrir dramático, donde siempre apareen la sangre y lo trágico como determinantes del ámbito poético.
Esas acciones, que se sustentan en la apropiación del espacio escénico a partir de una serie de “tótems” móviles que sirven a modo de estrados para el ingreso de cada uno de los personajes, se mixturan con la preponderancia de un escenario frontal y otro lateral donde acontecen las escenas más corales.
La compañía privilegia en este montaje la base dramática del texto de Shakespeare, con sus personajes fundantes, cuya impronta y virulencia ha sido asociada a la de las tragedias de Esquilo, aunque como suele pasar con los clásicos las problemáticas asociadas con traiciones, intereses, escándalos sexuales y abusos de poder resuenan más que contemporáneas. La historia que desata la tragedia abreva en la llegada de Tito a Roma luego de su lucha con los Godos del norte. La mayoría de sus hijos murieron en esa guerra, excepto cuatro de ellos. El sacrificio de un prisionero como festejo de la victoria, un hijo de Tamora, reina de los Godos y nueva emperatriz de Roma, abre el sínodo trágico con destino a un final literalmente horroroso: la siguiente víctima será la hija de Tito, Lavinia, a quien le cortan la lengua y las manos, entre otras vejaciones.
Poco después, dos de sus hijos desaparecen, y la posible reaparición dependerá de que Tito se corte una mano y se la envíe a sus enemigos, quienes a cambio le devuelven aún sangrantes las cabezas de sus hijos. Ante la traición, Tito mata a los dos hijos restantes de Tamora, y en una bacanal caníbal los sirve en medio de una cena. No conforme, mata a su mutilada hija para salvar su honra y asesina a los emperadores.
En el contexto de acciones dramáticas que se desarrollan en un espacio muy ligado a lo audiovisual, la puesta pareciera por momentos homenajear la versión cinematográfica de la misma tragedia rodada por la inglesa Julie Taymor, en relación con el intento de aggiornar la tragedia apelando a situaciones contemporáneas, como por ejemplo las escenas épicas, que fueron armadas por animaciones digitales, o las de cacería, en el contexto de un bizarro videojuego, en el momento más adrenalínico para los espectadores.
Aunque el gran condimento parece ser la cocina que se “sirve” de esos cuerpos mutilados para preparar en vivo un plato que 28 comensales comparten sobre el final con los pocos “sobrevivientes” de la tragedia.
Si bien por momentos la puesta en escena repliega toda posibilidad de sustento dramático en vivo, la obra (no hay que olvidar que es un clásico con un texto denso y profuso) tiene algunos pasajes de gran interés teatral, como por ejemplo las dramáticas instancias en las que la mutilada Lavinia se reencuentra con su tío y luego con su padre, donde la profundidad narrativa y el soporte musical crean uno de los pocos momentos de fuerte teatralidad.
Sin embargo, la puesta en escena de gran factura técnica fagocita en varios pasajes lo que acontece en escena: no hay “diálogo” real entre el vivo y lo proyectado, más allá del diálogo virtual que establecen las imágenes previamente editadas. Ese distanciamiento posiciona el trabajo de La Fura en otro lugar, sobre todo teniendo en cuenta que el gran condimento de este equipo de artistas ha sido siempre la verosimilitud del “aquí y ahora”, la puesta a prueba del rigor físico siempre como motor o sustento narrativo, y en particular el riesgo en todas sus formas. Por el contrario, nada parece ser aquí riesgoso, todo está bajo control y todo sale bien, independientemente de toda la sangre “derramada”.
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