“Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.



Peter Brook




sábado, 10 de septiembre de 2011

Eso de lo que no se hablaba


ESTRENO TEATRO. El dramaturgo y director Daniel Dalmaroni analiza el “El secuestro de Isabelita”, obra de su autoría que es un éxito en la cartelera porteña desde hace dos años, y de la que esta noche, a partir de las 21, en la sala La Nave, de San Lorenzo al 1300, se conocerá una versión rosarina

Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del sábado 10 de septiembre de 2011)

Las obras teatrales del dramaturgo y director teatral Daniel Dalmaroni (La Plata, 1961) tienen como marca indeleble la incorrección política que deviene de un humor negro en el que se fusionan tragedias clásicas con otras más cotidianas o cercanas, y donde la sangre no suele estar ausente. De hecho, títulos como Maté a un tipo, Una tragedia argentina o Splatter rojo sangre, dan cuenta de eso.

Luego de seis meses de trabajo y de dos años en cartel en Buenos Aires, Dalmaroni estrenará esta noche, a las 21, en la sala La Nave (San Lorenzo 1383), una versión local de El secuestro de Isabelita, una pieza que discurre en los vaivenes políticos de los años 70, donde no se priva de su mordacidad para explorar un tema tabú hasta ahora, al menos en el teatro: el papel de las organizaciones armadas en los momentos previos al golpe militar del 76.

En una charla con El Ciudadano, Dalmaroni habló de la puesta local de esta obra que, entre otras particularidades, integrará con su versión porteña la grilla del inminente Festival Internacional de Buenos Aires (Fiba).

—¿Qué te llevó a estrenar una versión local de “El secuestro…”?

—Por un lado, uno de los factores, fue el buen funcionamiento de la obra en Buenos Aires: lleva dos años en cartel en el Teatro del Pueblo, donde por suerte se presenta siempre a sala llena.

—¿Por qué elegiste dirigir también la versión rosarina?

—Es un espectáculo políticamente muy incorrecto, que tenía sus riesgos, pero que está funcionando fantásticamente. Después de que Walter Operto (dramaturgo, director y coordinador de la sala La Nave) la vio en Buenos Aires, surgió la idea de versionarla en Rosario y no de llevar la versión porteña, lo cual me resultó sumamente interesante. Vimos cómo armar la ecuación, porque además de su propuesta de que la dirija yo, es una obra que, independientemente de que no soy un dramaturgo que impongo exigencias sobre mis textos, de hecho la mayoría los han hecho otros directores, es muy particular para mí.

—¿Por qué?

—Porque si es malinterpretada, si se monta paródicamente, no digo que pueda verse como lo contrario de lo que es, pero sí puede ser malentendida. Creo que la obra tiene ese riesgo que yo no quiero que se corra.

—¿El proceso de montaje incluyó un casting rosarino?

—Fue así, y estoy muy contento con el resultado: no sólo con los actores, que son muy buenos, sino también con la sala, con el ámbito en el que hemos trabajado, con todo el equipo. Sobre todo, con el equipo técnico, porque hay que tener en cuenta que yo viajaba los fines de semana y ellos continuaban con los ensayos el resto del tiempo.

—Repasar los años 70 corriéndose de cierta solemnidad o respeto, es de movida algo riesgoso ¿Qué cosas priorizaste en ese proceso?

—En principio, creo que la obra intenta cuestionar el hecho de que haya un sólo discurso, un discurso univoco y progresista respecto de los años 70.

—¿Cuál sería el contenido de ese discurso único?

—Que la militancia de los 70 fue la “juventud maravillosa”, y si decís la palabra “maravillosa”, es intocable: no se cometieron errores, no hubo ingenuidades, no hubo “aciertos y errores”, sino que hubo sólo “aciertos”. Y entonces, el desafío tenía que ver con cómo hacer, desde el progresismo, para apelar a un discurso que pueda cuestionarse a sí mismo. En lo personal, yo no tenía una edad para militar en Montoneros, tenía 14 años, pero sí era simpatizante de la UES (Unión de Estudiantes Secundarios), lo que significa que no lo hago desde afuera, al menos en el sentido político y espiritual de la cuestión. Y bajo ningún punto de vista soy un antiperonista que monta una obra sobre la guerrilla urbana peronista.

—¿Desde dónde partiste?

—En realidad, sobre el tema ya había libros pero no obras de teatro. Por ejemplo: si uno toma la novela La anunciación, de María Negroni; o La voluntad, de Eduardo Anguita y Martín Caparros, un libro con testimonios de la época, ahí ya se muestran los aciertos y los errores con claridad, pero era un tema que aún no había sido tratado en el teatro, y menos aún, desde el humor negro. Ése fue un punto de partida.

—¿Qué cosas se pueden contar del argumento de la obra ?

—Trata acerca de un grupo que se escindió, que fue echado de Montoneros, por ser excesivamente “fierrero”, que decide secuestrar a Isabel Perón. Si bien no es conveniente contar demasiado, sí puedo contar algo que sucede en los primeros cinco minutos. Es enero de 1976, son los últimos momentos del gobierno de Isabel Perón. El problema que tienen estos muchachos, de los cuales en la obra quedan muy claros cuáles eran sus ideales por un país mejor, es que cometen un error: en lugar de secuestrar a Isabel Perón, secuestran a Isabel Pavón, que es la mucama de Isabelita. Así empieza la obra, con esta mujer diciéndoles: “Yo no soy quienes ustedes creen, se equivocaron”. Desde allí hasta que se convencen, pasando por una serie de pruebas, de que se trata de un personal de maestranza de la Quinta de Olivos, deciden devolverla, pero no les es tan fácil, porque el afuera comienza a complicarse políticamente.

—En ese punto, y con cierta ironía, ¿queda velada la idea de varios sectores de aquél momento queriendo sacarse de encima a Isabel?

—Sí, porque claramente, en la obra se da a entender que los militares provocaban el golpe o hacían algo, pero estaban convencidos de que había que sacarse de encima a ésa mujer y a ése gobierno. Cuando en el final de la obra uno cree que ya no puede sorprenderse de nada, hay también una vuelta de tuerca acerca de la identidad de Perón. Pero más allá de todo, el texto tiene un final que hace honor a los caídos tanto sea por parte de la Triple A como los desaparecidos. En ése punto no hay equívoco posible.

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