“Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.



Peter Brook




sábado, 9 de octubre de 2010

El mundo es un conventillo

CRÍTICA TEATRO

Alicia Zanca y Hernán Peña, frente a un seleccionado de actores rosarinos, consiguen traer al presente con inusual contundencia, “Canillita”, de Florencio Sánchez, estrenada en La Comedia hace 108 años
CANILLITA
Autor: Florencio Sánchez
Dirección: Alicia Zanca, Hernán Peña
Asistencia de dirección: Federico Tomé
Actúan: Vanesa Baccelliere, Vilma Echeverría,
Edgardo Molinelli, Fabian Fiori, María José Vitta,
Mónica Toquero, Ayelen Prado, Gisela Bernardini,
Verónica Leal, Favio Fuentes, Diego Jozami,
Máximo Aragones, Manuel Baella, Fernando
Muratori, Gigi Barúa, Marcelo Aguirre,
Guillermina Cuadrado, Gabriel Marinucci
Escenografía: Hugo Salguero
Vestuario: Ramiro Sorrequieta
Músicos: Susana Rinesi, Favio Fuentes,
Viviana Strano, Leandro Cortés
Sala: La Comedia, viernes y sábados a las 21.30,
domingos a las 20.

Por Miguel Passarini (publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del domingo 10 de octubre)

Hay un instante, un momento único y por lo general irrepetible, en el que aparece el teatro (no siempre pasa cuando hay actores en escena). Se trata de esa extraña mezcla de ritual, fiesta dionisíaca, espacio vital de reflexión y, sobre todo, implacable espejo de la realidad. Algo de eso pasó el viernes por la noche en La Comedia, colmada de público, con la presentación de una nueva versión de un clásico estrenado en esa sala en 1902. Se trata de Canillita, que en su momento se dio a conocer por una compañía de zarzuelas y que ahora, a poco de cumplirse 100 años de la muerte de su autor, Florencio Sánchez (acontecerá el 7 de noviembre, cuando se festeja el Día del Canillita), está de regreso con su fabula intacta, quizás aún más perturbadora, como pasa con la fábula de todo clásico que al volver a tomar cuerpo en la presencia de actores que puedan sostenerla, saca a la luz problemáticas que son universales y atemporales.
Valses, tangos y zarzuelas, y los canillas corriendo por todos lados ofreciendo su diario a 10 centavos, reciben al público en el hall de La Comedia, presidido, como siempre, por el busto omnipresente de Florencio Sánchez, y con el acompañamiento de un cuarteto musical (flauta, violín, acordeón y guitarra) que aporta color y clima, y busca recrear esos momentos vividos por todos aquellos cuyos ancestros vienen de los barcos que llegaron de Europa. Allí están condensadas las fiestas familiares que a lo largo de un siglo, y a su modo, recrearon eso de festejar con música, una costumbre tan arraigada en Argentina como el mate o el asado.
La fábula de Canillita es conocida: cuenta la historia de un pibe, vendedor de diarios, que pasa sus días con su grupo de amigos en esa comunidad sin puertas que fueron los conventillos, ganándose el mango en la calle para ayudar a su pobre madre y a su pequeño hermano, hasta que el robo de un prendedor que pertenece a Pichín (buen trabajo de Fabián Fiori), el hombre con el que convive su madre, lo pondrá en peligro cuando es acusado y detenido. La confusión, la mentira, el ocultamiento y la necesidad, desencadenarán en una tragedia. Allí estarán presentes la estigmatización a la que lleva la pobreza, la dolorosa realidad de los inmigrantes que vivieron hacinados en conventillos y casas de pensión (a merced de los antojos de algún compatriota que había venido de Europa un poco antes y que, con algo de plata, hacía su negocio), pero también la solidaridad de esos que menos tienen, y que viven en medio del “estrilo” cotidiano (el enojo, el berrinche), como dirán los protagonistas.
El tano o el turco (estupendo Manuel Baella en su recreación de los vendedores), el “cajetilla de hierro”, como llamará Canillita al policía, la gallega, la tana, las mujeres que “como gallinas” cuidarán su territorio, abrirán las puertas de sus habitaciones para salir al patio; todo pasa cuando Roca gobernaba la Argentina (qué raro, un militar), y la pobreza hacía mella dividiendo ferozmente a la clase pudiente de los que nada tenían (poco ha cambiado un siglo después).
Es ese mismo tiempo histórico en el que Florencio Sánchez se acerca al anarquismo, y quizás pueda verse a Canillita como su poético alter ego: un niño que busca la libertad sin ataduras, lejos de las imposturas de la época, en medio de las arbitrariedades del mundo en el que le toca vivir.
Lo más interesante de la puesta, que comienza inteligentemente con una arrolladora murga, es que se revela como un claro homenaje al sainete, junto con el grotesco, los grandes géneros rioplatenses. Pero aquí, ese teatro social que convirtió a Sánchez en un clásico, está resignificado y puesto en valor, a partir del equilibrio entre todos los elementos formales, artísticos e ideológicos. Nadie puede dudar que son los albores del siglo XX: lo confirma la extraordinaria escenografía creada por el maestro Hugo Salguero, quien eligió un dispositivo desplegable que, como una especie de origami japonés, va resolviendo con la ayuda de los mismos actores, los diferentes espacios a los que remite la historia. Así, el patio del conventillo podrá transformarse en una calle, en un muro o en la triste y fría habitación del comienzo en la que Claudia, la madre de Canillita (extraordinaria Vilma Echeverría), cuida a su otro hijo enfermo y se debate entre la desesperación, el hambre y la nada.
Pero no sólo eso: el vestuario de Ramiro Sorrequieta, lejos de volverse un disfraz como suele verse cuando se piensa en un género popular, es un estallido de color, una cuidada y estudiada superposición de texturas, del mismo modo que la acertada puesta de luces a lo que se suma la dirección musical de Leonel Lúquez.
Sucede que esta versión de Canillita, que está trabajada por planos y que pone atención en cada uno de los detalles, recupera el estilo musical próximo a la zarzuela que tenía la versión original, con ajustados pasajes en los que los actores, a modo de transición entre las escenas (actos), cantan y bailan, y además lo hacen muy bien.
La puesta de Alicia Zanca, en la que resplandece el elaborado trabajo corporal y coreográfico de Hernán Peña (aún se recuerda su bella versión de Rosaura a la diez que siendo muy joven montó hace algunos años en la ciudad con La Comedia de Hacer Arte), trae al presente los fantasmas que habitan en ese teatro, no casualmente conocido en su momento como el templo del “género chico”: están desnudas las paredes del escenario que dejan ver el paso de los años, y la protagonista es una mujer (la cantante y actriz Vanesa Baccelliere, un verdadero hallazgo), porque como pasó en su estreno original, una mujer puede alcanzar más fácilmente la “voz de tiple”, propia de los niños antes de entrar en la pubertad.
También es para destacar que, con la excusa del Bicentenario, y de una vez por todas a partir de una convocatoria abierta a los actores locales, La Comedia pone en escena un espectáculo que merece ser visto por todos los rosarinos. Pero sobre todo, su estreno debería adquirir el carácter de puntapié inicial para la definitiva creación de una Comedia Municipal, con elencos y directores rotativos que puedan recrear la profusa dramaturgia nacional.
En esta versión de Canillita, al mismo tiempo que se revela como detenida en la historia, conviven en su presencia los “trapitos” o “abrepuertas” que hoy habitan las esquinas de rosario (como de tantas ciudades), cuyas historias personales poco distan de la trágica vida del pequeño vendedor de diarios que Sánchez retrató en la Rosario de comienzos del siglo XX. Es precisamente allí donde la escena es un espejo que resuena en el espectador, duele y conmociona.
Pero aquí todo pasa en una hora, el tiempo exacto para un viaje en la memoria y el recuerdo, en el que un grupo de actores que jamás hubiesen trabajado juntos de no ser por una convocatoria semejante, entregan generosos su talento, confirmando las palabras del justiciero Don Braulio (muy buen trabajo de Edgardo Molinelli), cuando a poco del final dice, con algo de nostalgia y mirando a la platea en medio de ese universo de lunfardo naciente, timba, calle, noche, hambre y pesares: “El mundo es un conventillo grande”. A esta altura de los acontecimientos, no hay duda, tiene razón.

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