CRÍTICA TEATRO
Con “Rezo por mí”, el director Rody Bertol utiliza como excusa la problemática de la inseguridad para hablar de la vida, la muerte, el amor y los desencuentros
REZO POR MÍ
REZO POR MÍ
Dramaturgia y puesta en escena: Rody Bertol
Dirección de actores: Federico Tomé
Actúan: Erika Aristides, Melisa Patriarca,
Claudio Danterre, Juan Nemirovsky, Federico Tomé
Sala: La Manzana, San Juan 1950, sábados a las 22
Dirección de actores: Federico Tomé
Actúan: Erika Aristides, Melisa Patriarca,
Claudio Danterre, Juan Nemirovsky, Federico Tomé
Sala: La Manzana, San Juan 1950, sábados a las 22
Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente en su edición en papel del 13 de septiembre )
Imaginarse de otro modo, en otro estado, con la muerte como significante en un “no lugar” a esos a los que el teatro suele recurrir cuando lo que se necesita contar pasa en todos los lugares al mismo tiempo pero en ningún lugar en particular.
Muertos y vivos, como imaginó alguna vez Florencio Sánchez en su ahora redescubierto teatro social, del mismo modo que Strindberg, uno de los autores icónicos del Centro Experimental Rosario Imagina, conviven en Rezo por mí, último y singular trabajo del reconocido colectivo teatral, que el año próximo cumplirá 20 años de trayectoria, en el que su director, Rody Bertol, sorprende con una dramaturgia propia que encuentra la poesía en la desazón, en el dolor, en la ausencia, en el desasosiego, en la inefable incertidumbre de aquello que, en ciernes, parece no tener sentido, pero que finalmente lo encuentra cuando algo se termina y no hay vuelta atrás.
Hechos fortuitos como un accidente de tránsito, un robo o un abandono son disparadores, todo está cercano a la pérdida, todo es “un relato en tono de fábula moral sobre la vida contemporánea”, tal como adelanta el programa de mano. En Rezo por mí juegan un rol fundamental la casualidad y la fatalidad, ejes que atraviesan en forma dramática toda la propuesta, en la que un grupo de personas, vinculadas por circunstancias diversas, ven cruzadas sus vidas por acontecimientos trágicos que, como pasa en la vida real, ponen a prueba en cada uno valores como la ética, la moral y el verdadero sentido de la vida.
Del mismo modo, el trabajo trasciende lo formal para hacer hincapié en las palabras, por momentos de un lenguaje extremadamente cotidiano y en otros de una singular profundidad poética, algo que Rosario Imagina ha transitado y dejado como marca indeleble en toda su producción.
Historias pequeñas, cotidianas, que en el devenir diario son vistas o escuchadas (tanto antes como ahora), son narradas en primera persona, utilizando el distanciamiento como recurso, abrevando en algunos destellos de humor y sobre todo en el melodrama, como “síntomas” de una sociedad que pareciera no entender lo que pasa, quizás porque “siempre le pasa a otro”.
De este modo, nuevamente los fantasmas se apoderan de la escena de Rosario Imagina, y quizás en el sentido más profundo y poético que pueda pensarse: son personajes que habitan un mundo que evoca una ciudad conocida: Rosario. Son personajes que parecen venir de otro tiempo (quizás “escapados” de otra obra teatral de la que tomaron prestado el vestuario); son personajes que sufren, padecen, recuerdan; son personajes que añoran un tiempo en el que la tragedia aún no aconteció e incluso hasta la miran por “televisión”, del mismo modo que contemplan sobre una mesa los cuchillos que esperan su “momento protagónico”, o una carta que, como la vida, se esfuma en un destello.
Todos juntos o por separado están allí, orando un rezo conocido. Se trata de un templo, quizás se asemeje al purgatorio. Es un lugar donde la monocromía tiende al rojo, el color de la sangre y la tragedia, que está por llegar inevitablemente.
Pero aquí, como en el guión de una película escrita por el mexicano Guillermo Arriaga (Amores perros, 21 gramos, Babel), las historias, en principio inconexas, se cruzarán sobre el final, donde el sentido hará trizas cualquier posibilidad de salvación de los sufridos y torturados personajes.
Particularmente, el espectáculo se interroga acerca de cuál es hoy el lugar de la moral (si en todo caso existe), se pregunta e interpela al público acerca de ciertos actores sociales que estigmatizan a otros pero que jamás accionan o condicionan la moral propia.
De este modo, la problemática de la inseguridad es sólo un disparador para hablar de los temas por los que siempre redunda el teatro: el amor, la pérdida, los desencuentros, la locura y la muerte, entre otros tantos.
Amores contrariados, decepciones varias, la espera de algo que no llega, la reacción equivocada en el momentos menos oportuno, la violencia como el signo más visible de una sociedad insatisfecha y amarga, todo en el contexto de una puesta que, una vez más, sorprende por su calidad: luces que elaboran su propia dramaturgia, y actuaciones de los cinco actores por momentos conmovedoras, donde se destaca la presencia de Claudio Danterre, del mismo modo que los trabajos de Juan Nemirowsky y Federico Tomé.
La incomunicación, la violencia, y sobre todo la mediatización de la realidad, del mismo modo que la magnificación de lo hechos cotidianos, son también caminos por los que transita el espectáculo.
La majestuosa escena final en la que dos hermanos, uno vivo el otro muerto, se reencuentran, permite uno de los pasajes de mayor conexión con el público y de mayor conmoción. Así, ellos (los personajes), tendrán la oportunidad única de decirse aquello que no fue dicho porque la muerte silencia. En ese punto radica uno de los aspectos más notables de toda la propuesta, porque pone en valor un recurso trascendente del teatro, que siempre permite revivir (y hasta modificar) ese instante pasado que en la vida real sólo queda circunscripto al terreno de la fantasía.
Imaginarse de otro modo, en otro estado, con la muerte como significante en un “no lugar” a esos a los que el teatro suele recurrir cuando lo que se necesita contar pasa en todos los lugares al mismo tiempo pero en ningún lugar en particular.
Muertos y vivos, como imaginó alguna vez Florencio Sánchez en su ahora redescubierto teatro social, del mismo modo que Strindberg, uno de los autores icónicos del Centro Experimental Rosario Imagina, conviven en Rezo por mí, último y singular trabajo del reconocido colectivo teatral, que el año próximo cumplirá 20 años de trayectoria, en el que su director, Rody Bertol, sorprende con una dramaturgia propia que encuentra la poesía en la desazón, en el dolor, en la ausencia, en el desasosiego, en la inefable incertidumbre de aquello que, en ciernes, parece no tener sentido, pero que finalmente lo encuentra cuando algo se termina y no hay vuelta atrás.
Hechos fortuitos como un accidente de tránsito, un robo o un abandono son disparadores, todo está cercano a la pérdida, todo es “un relato en tono de fábula moral sobre la vida contemporánea”, tal como adelanta el programa de mano. En Rezo por mí juegan un rol fundamental la casualidad y la fatalidad, ejes que atraviesan en forma dramática toda la propuesta, en la que un grupo de personas, vinculadas por circunstancias diversas, ven cruzadas sus vidas por acontecimientos trágicos que, como pasa en la vida real, ponen a prueba en cada uno valores como la ética, la moral y el verdadero sentido de la vida.
Del mismo modo, el trabajo trasciende lo formal para hacer hincapié en las palabras, por momentos de un lenguaje extremadamente cotidiano y en otros de una singular profundidad poética, algo que Rosario Imagina ha transitado y dejado como marca indeleble en toda su producción.
Historias pequeñas, cotidianas, que en el devenir diario son vistas o escuchadas (tanto antes como ahora), son narradas en primera persona, utilizando el distanciamiento como recurso, abrevando en algunos destellos de humor y sobre todo en el melodrama, como “síntomas” de una sociedad que pareciera no entender lo que pasa, quizás porque “siempre le pasa a otro”.
De este modo, nuevamente los fantasmas se apoderan de la escena de Rosario Imagina, y quizás en el sentido más profundo y poético que pueda pensarse: son personajes que habitan un mundo que evoca una ciudad conocida: Rosario. Son personajes que parecen venir de otro tiempo (quizás “escapados” de otra obra teatral de la que tomaron prestado el vestuario); son personajes que sufren, padecen, recuerdan; son personajes que añoran un tiempo en el que la tragedia aún no aconteció e incluso hasta la miran por “televisión”, del mismo modo que contemplan sobre una mesa los cuchillos que esperan su “momento protagónico”, o una carta que, como la vida, se esfuma en un destello.
Todos juntos o por separado están allí, orando un rezo conocido. Se trata de un templo, quizás se asemeje al purgatorio. Es un lugar donde la monocromía tiende al rojo, el color de la sangre y la tragedia, que está por llegar inevitablemente.
Pero aquí, como en el guión de una película escrita por el mexicano Guillermo Arriaga (Amores perros, 21 gramos, Babel), las historias, en principio inconexas, se cruzarán sobre el final, donde el sentido hará trizas cualquier posibilidad de salvación de los sufridos y torturados personajes.
Particularmente, el espectáculo se interroga acerca de cuál es hoy el lugar de la moral (si en todo caso existe), se pregunta e interpela al público acerca de ciertos actores sociales que estigmatizan a otros pero que jamás accionan o condicionan la moral propia.
De este modo, la problemática de la inseguridad es sólo un disparador para hablar de los temas por los que siempre redunda el teatro: el amor, la pérdida, los desencuentros, la locura y la muerte, entre otros tantos.
Amores contrariados, decepciones varias, la espera de algo que no llega, la reacción equivocada en el momentos menos oportuno, la violencia como el signo más visible de una sociedad insatisfecha y amarga, todo en el contexto de una puesta que, una vez más, sorprende por su calidad: luces que elaboran su propia dramaturgia, y actuaciones de los cinco actores por momentos conmovedoras, donde se destaca la presencia de Claudio Danterre, del mismo modo que los trabajos de Juan Nemirowsky y Federico Tomé.
La incomunicación, la violencia, y sobre todo la mediatización de la realidad, del mismo modo que la magnificación de lo hechos cotidianos, son también caminos por los que transita el espectáculo.
La majestuosa escena final en la que dos hermanos, uno vivo el otro muerto, se reencuentran, permite uno de los pasajes de mayor conexión con el público y de mayor conmoción. Así, ellos (los personajes), tendrán la oportunidad única de decirse aquello que no fue dicho porque la muerte silencia. En ese punto radica uno de los aspectos más notables de toda la propuesta, porque pone en valor un recurso trascendente del teatro, que siempre permite revivir (y hasta modificar) ese instante pasado que en la vida real sólo queda circunscripto al terreno de la fantasía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario