CRÍTICA TEATRO
Un pasaje de “El jardín de los cerezos”, con personajes maquietados o indómitos, como perdidos en una bella fábula. |
EL JARDÍN DE LOS CEREZOSAutor: Anton Chéjov
Versión y dirección: Edgardo Dib
Actúan: Luchi Gaido, Raúl Kreig, Rubén
Von Der Thüsen,
Sergio Abbate
Sala: La 3068, San Martín 3068 de
la ciudad de Santa Fe, los sábados
a las 22
Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del lunes 12 de agosto de 2012)
Solos, apesadumbrados, ajenos, negadores,
necios, ciegos, narcolépticos, pero dispuestos una vez más a contar una
historia de la que conocen el final, aunque prefieren obviar esa pequeña
circunstancia, y quizás por eso actúan. Son actores que prestan su cuerpo
a esos personajes conocidos, transitados, aunque esta vez el camino es otro,
quizás un atajo que, finalmente, los llevará al encuentro del “paraíso perdido”
en medio de un cuento de Navidad con música de Tchaikovsky.
Toda digresión poética habilita el
debate y la discusión y, al mismo tiempo, produce la construcción de un nuevo
universo sobre uno ya creado. Este concepto poético y de lenguaje, aplicado al teatro,
encierra un potencial infinito. Es así como el teatro recrea sus
propios universos, y llegará un momento, como aseguraba el genial Pirandello,
en el que sólo podrá hablar de sí mismo.
Mágicamente imbuido por esta lógica,
y por su incuestionable talento para que los clásicos irradien sentido en el
presente, el actor, director y docente santafesino radicado en Buenos Aires
Edgardo Dib montó el año pasado en su ciudad natal, y al frente de un elenco
notable, una versión de El jardín de los cerezos, de Anton Chéjov, que por
estos días se presenta en la ciudad capital en La 3068 Espacio de Artes, y a la
que, inteligentemente, sumó el agregado en el título de “suite para cuatro
personajes”, apelando a la lógica de obra contada por un entramado de pequeñas
partes que buscan un sentido unívoco.
Última pieza escrita por Chéjov en
1904 (el mismo año en el que murió), El jardín de los cerezos, más allá de la
profusión de historias y personajes que plantea y de esa especie de polvorín de
pasiones y situaciones que se tejen en tono de comedia debajo de una superficie
en la que pareciera trascurrir una serena cotidianeidad, narra la historia de
una familia aristócrata rusa en plena decadencia económica y social de finales
del siglo XIX, cuyos integrantes se verán ante el dilema de vender su casa de
campo y jardín de cerezos para enfrentar la crisis, situación que, desde lo
económico, se bifurca en una serie de dilemas y conflictos sociales y familiares
que enmarcan el final de una época en la que una supuesta identidad de familia
y de poder comienza a desteñirse y a desmoronarse.
El montaje apela, como también pasaba
en Edipo y yo (no menos valioso trabajo anterior de Dib, con parte del mismo
elenco, que pronto se podrá ver nuevamente en Rosario, ver aparte) a una
deconstrucción del texto en la que si bien prevalecen los personajes principales,
a nivel dramático y textual, se mixturan con otros textos y personajes del
autor ruso (por ejemplo La gaviota), del mismo modo que con situaciones cotidianas
y personajes de piezas del norteamericano Tennessee Williams, en cierta forma discípulo
del autor de Tío Vania y Las tres hermanas, por las similitudes en sus técnicas de escritura y
elaboración poético-ideológica de los personajes.
Allí están, maquietados o
indómitos, siempre como perdidos en el túnel del tiempo de una bella fábula
chejoviana que es contada con fruición por el director, los hermanos Liubov
Andréievna Ranévskaia (Luchi Gaido) y Leonid Gáiev (Raúl Keig),
imprescindibles; también Konstantín Gavrílovich o Kostia (Rubén Von Der Thüsen),
el torturado hijo de Liubov, y Yermolái Alexéievich Lopajin (Sergio Abbate), el
comprador del legendario jardín, y ex criado de la familia, que llegará para cambiar
la historia, el tiempo y la traza dramática de una familia que, como el mundo
que la contiene, se desintegra y rearma al ritmo de los hachazos que tirarán abajo
los cerezos.
Si de digresiones se trata, a
modo de disección y laboratorio, Dib, que con su obra ya se presentó en la Fiesta Nacional
del Teatro al tiempo que se ha convertido en un suceso de público en la capital
provincial, toma los personajes principales del clásico de Chéjov y los
articula en un contexto dramático-escénico que, espacialmente, se sustenta
merced a la monumental labor de los cuatro
actores: el desafío es sostener el artificio, independientemente de que en
escena no hay nada más que un banco de madera y los cuerpos coreografiados, a
lo que suma el impactante e ingenioso vestuario de Osvaldo Pettinari, la luz, y
la música de Tchaikovsky (no casualmente “El Cascanueces”, por la cercanía de la Navidad), montando cuadros
de ribetes pictóricos que, merced a la magia que pocas veces se logra en el
teatro, permite ver el ornato y barroquismo de esa casa de campo en decadencia en la que transcurre
en infausto encuentro familiar, los grandes ventanales, los cortinados que se
mueven pero no están, y hasta los pequeños objetos de cristal, tesoros de
Kostia, inmanente alter ego de la opaca Laura de El zoo de cristal, de Tennessee Williams, que repite su
ligera renguera y su profunda tristeza casi a modo de homenaje.
Es así como el referido ejercicio
dramático, al revés de lo que podría intuirse, en lugar de fragmentarse se
fortalece e inquieta al espectador al punto de conmocionarlo, tocando, por
momentos, situaciones de una intimidad inusual (y dialéctica), entre otros,
cuando los personajes ven en el público el mítico jardín en flor, hecho que por
sí solo se convierte en una instancia única de
conjunción poética que da sentido a toda la propuesta.
Sucede que pocas veces el teatro consigue
su objetivo como en este caso: atravesar un texto semejante con mirada aviesa y
libre, y al mismo tiempo contemplativa, sin miedo a traicionar a nadie (sobre
todo a los propios sueños y deseos de este audaz director), conspirando a favor
de la escena y de los actores, en los que deposita toda su confianza. En definitiva,
esta “suite para cuatro personajes” no es otra cosa que el reflejo de ese mismo
universo escrito por Chéjov, pero vivo, revitalizado y resignificado.
Las pérdidas materiales y
personales, aquellos viejos sueños y anhelos, el deseo narcótico de no ver lo
que pasa, la pérdida constante y la vuelta irremediable de la infancia que
siempre se convierte en un campo fértil de la memoria, nostálgico, doloroso e inevitable,
están allí, en un espacio escénico arrasado en el que las palabras adquieren un
significado que resuena en el tiempo, en medio de una agobiante y estrepitoso
derrotero poético chejoviano.
“EDIPO Y YO”, EN ROSARIO
El miércoles 28, a las 20.30, dentro del
Ciclo de Teatro Clásico que tendrá lugar en el marco del Congreso Internacional
Clastea que se realizará en Rosario, se presentará en la sala Empleados de
Comercio (Corrientes 450), Edipo y yo, versión libre de Edgardo Dib del clásico
Edipo Rey, de Sófocles. Inusual, ingeniosa e irreverente, en la propuesta el
director plantea a modo de vodevil la clásica tragedia, apelando a la
complicidad del público a través del recurso del
distanciamiento.
UN TALENTO NACIONAL
Nacido en Santa Fe y radicado en
Buenos Aires, Edgardo Dib es director, actor, dramaturgo y docente. Con 25 años
de trayectoria, sus espectáculos han representado en varias oportunidades a la
zona Centro Litoral en las Fiestas Nacionales de Teatro y ha obtenido
importantes premios y distinciones. Actualmente, presenta El jardín de los
cerezos y Edipo y yo, en Santa Fe, mientras que Reconstrucción frente al mar y
Saverio, mi cruel ocupan la cartelera porteña. También estrenó recientemente, al
frente de la Comedia
Cordobesa, Barrancabajo, versión del clásico de Florencio
Sánchez.
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