CRÍTICA TEATRO
El director Claudio Tolcachir consigue una potente versión de “Todos eran mis hijos”, del dramaturgo norteamericano Arthur Miller, que con tres funciones pasó por el Fundación Astengo, sala a la que regresará el 25 y 26 de junio
TODOS ERAN MIS HIJOS
Autor: Arthur Miller
Dirección: Claudio Tolcachir
Intérpretes: Lito Cruz, Ana María Picchio, Esteban Meloni, Vanesa González, Federico D’Elía y elenco
Sala: Auditorio Fundación Astengo
Por Miguel Passarini (Publicado en el diario El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del martes 12 de abril de 2011) Una guerra, un montón de proyectos frustrados, un arsenal de secretos que salen a la luz, la muerte que musita, una familia quebrada como el mismísimo sueño grandilocuente que, quizás, le dio origen. Todo está dentro de Todos eran mis hijos, un texto emblemático del teatro contemporáneo, estrenado en 1947, que adquirió con el paso de los años el carácter de clásico porque encierra, detrás de su fábula triste, conflictos y situaciones propias de todos los seres humanos.
La obra, con dirección y puesta del consagrado Claudio Tolcachir (joven director que viene del under porteño y que, entre otras, también dirigió una versión de Agosto, de Tracy Letts), pasó hace una semana con tres funciones a sala llena por el Auditorio Fundación Astengo ( regresa el 25 y 26 de junio) con un elenco de grandes nombres de la escena nacional, encabezado por Lito Cruz y Ana María Picchio.
En Todos eran mis hijos, Arthur Miller (1915-2005) comienza a desentrañar una sucesión de críticas al frustrado sueño americano que se impone poco a poco a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, poniendo en duda, primero, la existencia de Dios, y después, dejando en claro lo arbitrario e inexplicable de la guerra, de cómo acciona para el lado del mal, y de cómo la onda expansiva que genera se puede volver interminable más allá de la supuesta “cura” que ofrece el paso del tiempo.
Para eso, se mete de lleno en la carnadura de los vínculos de la familia Keller, cuyo hijo Larry, piloto del ejército norteamericano, desaparece en combate. Luego, como en delgadas capas, le irá quitando los velos a los padres sufrientes: Joe (Cruz) quedará en evidencia con una atroz denuncia sobre su connivencia con la venta de repuestos fallados para aviones que fueron al frente de batalla, y Kate (Picchio) enmudecerá cuando aquello que tanto guardó respecto de la muerte del hijo (algo que no quiere aceptar bajo ninguna condición), deje de ser una de las tantas historias cajoneadas de los Kellers.
Todo deviene en dramón si a eso se le suma Chris, el otro hijo que, tras jugar con cierta complicidad con el padre y confesarle su amor a la ex novia de su hermano (donde se filtra el melodrama), se entera de la verdad acerca del oscuro secreto familiar.
Es allí cuando el dolor que comienza en el llano de una mañana de septiembre va hasta las profundidades de la historia familiar, y es el momento en el que el elenco logra sus mejores pasajes. La posibilidad de que la negligencia del padre haya podido provocar la muerte de Larry, la puesta a prueba de la fe (“Dios no permite que ciertas cosas sucedan”, dirá Kate), la hipocresía de eso que todos saben pero que nadie dice, serán los carriles por los que discurrirá el conflicto.
Lo interesante de repasar este texto del también autor de, entre otras, Panorama desde el puente y El descenso del Monte Morgan (estrenada en el país y de pronta visita a la ciudad), es que en su escritura aparecen reveladas otras tragedias: “No hay cuerpo, no hay tumba”, dirá Joe, y de inmediato aparecen en el imaginario del espectador los desaparecidos de la última dictadura. Pero no sólo eso: la negligencia como signo de un país que miró para el costado tras el paso de la guerra e hizo su negocio, esos que ganaron dinero mientras otros se desangraban en combate, propone también una reflexión acerca de otras guerras más cercanas.
Entre los destellos fulgurantes de una escritura genial, cuya estructura e hilo narrativo se sostienen más allá de toda modernidad que se le ponga en frente, los mejores pasajes están sobre el final. Y es allí donde la pareja protagónica, agonizante de dolor y de culpa, logra sus mejores momentos de la mano de una dirección inteligente y para nada pretenciosa, que, sabiamente, prioriza las palabras. Es para destacar el trabajo del trío que integran Esteban Meloni, Vanesa Gonzáles (Ann Deever, la joven que enamora a ambos hermanos) y Federico D’Ellia (George Deever). El primero se sumirá en el dolor tras entender los alcances de un hecho privado que hace mella en lo público; los últimos, dos hermanos cuyo padre está preso por un delito que no cometió (y del que Joe Keller es el verdadero responsable), serán, cada uno a su modo, dolientes
víctimas de una historia que se resignifica cada vez que se pone en escena.
El director Claudio Tolcachir consigue una potente versión de “Todos eran mis hijos”, del dramaturgo norteamericano Arthur Miller, que con tres funciones pasó por el Fundación Astengo, sala a la que regresará el 25 y 26 de junio
TODOS ERAN MIS HIJOS
Autor: Arthur Miller
Dirección: Claudio Tolcachir
Intérpretes: Lito Cruz, Ana María Picchio, Esteban Meloni, Vanesa González, Federico D’Elía y elenco
Sala: Auditorio Fundación Astengo
Por Miguel Passarini (Publicado en el diario El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del martes 12 de abril de 2011) Una guerra, un montón de proyectos frustrados, un arsenal de secretos que salen a la luz, la muerte que musita, una familia quebrada como el mismísimo sueño grandilocuente que, quizás, le dio origen. Todo está dentro de Todos eran mis hijos, un texto emblemático del teatro contemporáneo, estrenado en 1947, que adquirió con el paso de los años el carácter de clásico porque encierra, detrás de su fábula triste, conflictos y situaciones propias de todos los seres humanos.
La obra, con dirección y puesta del consagrado Claudio Tolcachir (joven director que viene del under porteño y que, entre otras, también dirigió una versión de Agosto, de Tracy Letts), pasó hace una semana con tres funciones a sala llena por el Auditorio Fundación Astengo ( regresa el 25 y 26 de junio) con un elenco de grandes nombres de la escena nacional, encabezado por Lito Cruz y Ana María Picchio.
En Todos eran mis hijos, Arthur Miller (1915-2005) comienza a desentrañar una sucesión de críticas al frustrado sueño americano que se impone poco a poco a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, poniendo en duda, primero, la existencia de Dios, y después, dejando en claro lo arbitrario e inexplicable de la guerra, de cómo acciona para el lado del mal, y de cómo la onda expansiva que genera se puede volver interminable más allá de la supuesta “cura” que ofrece el paso del tiempo.
Para eso, se mete de lleno en la carnadura de los vínculos de la familia Keller, cuyo hijo Larry, piloto del ejército norteamericano, desaparece en combate. Luego, como en delgadas capas, le irá quitando los velos a los padres sufrientes: Joe (Cruz) quedará en evidencia con una atroz denuncia sobre su connivencia con la venta de repuestos fallados para aviones que fueron al frente de batalla, y Kate (Picchio) enmudecerá cuando aquello que tanto guardó respecto de la muerte del hijo (algo que no quiere aceptar bajo ninguna condición), deje de ser una de las tantas historias cajoneadas de los Kellers.
Todo deviene en dramón si a eso se le suma Chris, el otro hijo que, tras jugar con cierta complicidad con el padre y confesarle su amor a la ex novia de su hermano (donde se filtra el melodrama), se entera de la verdad acerca del oscuro secreto familiar.
Es allí cuando el dolor que comienza en el llano de una mañana de septiembre va hasta las profundidades de la historia familiar, y es el momento en el que el elenco logra sus mejores pasajes. La posibilidad de que la negligencia del padre haya podido provocar la muerte de Larry, la puesta a prueba de la fe (“Dios no permite que ciertas cosas sucedan”, dirá Kate), la hipocresía de eso que todos saben pero que nadie dice, serán los carriles por los que discurrirá el conflicto.
Lo interesante de repasar este texto del también autor de, entre otras, Panorama desde el puente y El descenso del Monte Morgan (estrenada en el país y de pronta visita a la ciudad), es que en su escritura aparecen reveladas otras tragedias: “No hay cuerpo, no hay tumba”, dirá Joe, y de inmediato aparecen en el imaginario del espectador los desaparecidos de la última dictadura. Pero no sólo eso: la negligencia como signo de un país que miró para el costado tras el paso de la guerra e hizo su negocio, esos que ganaron dinero mientras otros se desangraban en combate, propone también una reflexión acerca de otras guerras más cercanas.
Entre los destellos fulgurantes de una escritura genial, cuya estructura e hilo narrativo se sostienen más allá de toda modernidad que se le ponga en frente, los mejores pasajes están sobre el final. Y es allí donde la pareja protagónica, agonizante de dolor y de culpa, logra sus mejores momentos de la mano de una dirección inteligente y para nada pretenciosa, que, sabiamente, prioriza las palabras. Es para destacar el trabajo del trío que integran Esteban Meloni, Vanesa Gonzáles (Ann Deever, la joven que enamora a ambos hermanos) y Federico D’Ellia (George Deever). El primero se sumirá en el dolor tras entender los alcances de un hecho privado que hace mella en lo público; los últimos, dos hermanos cuyo padre está preso por un delito que no cometió (y del que Joe Keller es el verdadero responsable), serán, cada uno a su modo, dolientes
víctimas de una historia que se resignifica cada vez que se pone en escena.
Una versión contundente de Tolcachir sobre un texto que nos hace repreguntarnos. Este Miller que nos deja estos planteos!!!... para no resignificarlos, no?
ResponderEliminarLa camada joven me convenció plenamente. La actuación de Meloni es sensible e impecable!
saludos!