CRÍTICA TEATRO
El actor Ricardo Arias, bajo la dirección del bailarín y coreógrafo David Farías, desafía la tenacidad del público a través del unipersonal “El hablante”, en el que despliega un singular abanico de recursos expresivos
EL HABLANTE
Textos y actuación: Ricardo AriasEl actor Ricardo Arias, bajo la dirección del bailarín y coreógrafo David Farías, desafía la tenacidad del público a través del unipersonal “El hablante”, en el que despliega un singular abanico de recursos expresivos
EL HABLANTE
Dirección: David Farías
Música: Juan Favre
Video: Damián Tolesano
Sala: La Nave, San Lorenzo 1383, viernes a las 21.30
Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del lunes 4 de abril de 2010)
Un hombre habla sin parar, extremadamente verborrágico, por momentos cansado, por momentos extasiado, por momentos un poco ausente. Se trata de un “decidor de palabras” que busca desde un escenario instalar un discurso que fluye y se ramifica constantemente. Precisamente, como a ése fluir de palabras quien las dice no le impone ninguna resistencia, la propuesta se convierte en un desafío escénico singular, teniendo en cuenta la omnipresencia de un actor que por algo más de 50 minutos habla sin pausa (pone a prueba la tenacidad del público), al tiempo que construye una coreografía silente que en algunos pasajes le sirve como nexo y en otros como soporte.
En El hablante, espectáculo estrenado el año pasado y repuesto el último fin de semana, el actor Ricardo Arias, bajo la dirección de David Farías, potencia su capacidad expresiva para desarrollar un monólogo a público en el que la temática se resquebraja dejando entrever un denso y abierto entramado de palabras que, desde la improvisación, hilvanan historias de infancias, viajes, pueblos, autos, velocidad, afectos, espera.
Por momentos, la logorrea (compulsión por hablar sin parar, una patología de la que aún poco se sabe) lo asfixia, lo deja sin aire, pero sigue hablando, intentando poner de manifiesto la imposibilidad de silenciarse.
La palabra y el cuerpo, las dos herramientas con las que cuenta el actor para pararse en escena, aparecen en El hablante como el único material, de la mano de una coreografía cartesiana que no es más que un modo singular y expresivo de ocupar un espacio vacío, sin puesta en escena, y en el que el actor concentra su energía y la proyecta en un ejercicio escénico que desafía toda corriente estética imperante (al menos en Rosario).
De este modo, como en una singular “road movie” escénica, el personaje (el actor) propone un transito agitado, agridulce, marcado fuertemente por los desencuentros, las distancias, la obsesiones, las casualidades, las verdades y mentiras escuchadas a diario y la cotidianeidad de su
entorno (Rosario), en la que pone sobre el futuro una mirada algo apocalíptica.
Con mínimos cambios de estilos narrativos, apoyado en la música de Juan Favre (conocido como Juani, quien la compuso especialmente), el espectáculo adquiere por momentos una potente teatralidad en el tránsito de conocer hacia el final algo más de este singular personaje.
Aunque quizás la clave de El hablante esté en el riesgoso desafío planteado al público de sostener la atención por algo menos de una hora, tiempo en el que el actor y su cuerpo en escena hacen todo el trabajo.
El paso de la dupla Arias-Farías por el recordado grupo La Troupe desde fines de los años 80, compañía experimental que dirigió la talentosa Marta Subiela (donde compartieron, entre otros, el inolvidable espectáculo Comedia humana), trae al presente un juego en el que queda al desnudo la idea latente del cuerpo como material único y al mismo tiempo inagotable.
La mano de Farías aporta desde el movimiento la tensión necesaria para sostener lo narrativo, que entre “mudras y chacras” revelados llevan al actor a un estado completamente diferente.
Tanto es así, que la idea imperante de poner en riesgo lo orgánico del actor (bailarín, performer) hasta llegar a un punto en el cual poder perderse en un magma de palabras y direcciones, difumina una primera lectura que puede hacerse del espectáculo en la que se ve al personaje con
los vicios de un político en campaña, desafiando hasta el precipicio más fino la veracidad de su discurso, sumándole a su impronta el ímpetu y la bizarrés de un pastor televisivo.
De este modo, sobre el final de El hablante, sobrevuela otra cosa: cierta oscuridad inunda la acción y la palabra, algo patológico acciona en el pensamiento supuestamente liberado (la “bipolaridad” parece ser la causa). Y es allí donde Arias puede capitalizar todo el trabajo previo y demostrar que aquello que escribió William Burroughs, que asegura que “la palabra es hoy un organismo parasitario que invade y daña el sistema nervioso”, es verdadero.
Un hombre habla sin parar, extremadamente verborrágico, por momentos cansado, por momentos extasiado, por momentos un poco ausente. Se trata de un “decidor de palabras” que busca desde un escenario instalar un discurso que fluye y se ramifica constantemente. Precisamente, como a ése fluir de palabras quien las dice no le impone ninguna resistencia, la propuesta se convierte en un desafío escénico singular, teniendo en cuenta la omnipresencia de un actor que por algo más de 50 minutos habla sin pausa (pone a prueba la tenacidad del público), al tiempo que construye una coreografía silente que en algunos pasajes le sirve como nexo y en otros como soporte.
En El hablante, espectáculo estrenado el año pasado y repuesto el último fin de semana, el actor Ricardo Arias, bajo la dirección de David Farías, potencia su capacidad expresiva para desarrollar un monólogo a público en el que la temática se resquebraja dejando entrever un denso y abierto entramado de palabras que, desde la improvisación, hilvanan historias de infancias, viajes, pueblos, autos, velocidad, afectos, espera.
Por momentos, la logorrea (compulsión por hablar sin parar, una patología de la que aún poco se sabe) lo asfixia, lo deja sin aire, pero sigue hablando, intentando poner de manifiesto la imposibilidad de silenciarse.
La palabra y el cuerpo, las dos herramientas con las que cuenta el actor para pararse en escena, aparecen en El hablante como el único material, de la mano de una coreografía cartesiana que no es más que un modo singular y expresivo de ocupar un espacio vacío, sin puesta en escena, y en el que el actor concentra su energía y la proyecta en un ejercicio escénico que desafía toda corriente estética imperante (al menos en Rosario).
De este modo, como en una singular “road movie” escénica, el personaje (el actor) propone un transito agitado, agridulce, marcado fuertemente por los desencuentros, las distancias, la obsesiones, las casualidades, las verdades y mentiras escuchadas a diario y la cotidianeidad de su
entorno (Rosario), en la que pone sobre el futuro una mirada algo apocalíptica.
Con mínimos cambios de estilos narrativos, apoyado en la música de Juan Favre (conocido como Juani, quien la compuso especialmente), el espectáculo adquiere por momentos una potente teatralidad en el tránsito de conocer hacia el final algo más de este singular personaje.
Aunque quizás la clave de El hablante esté en el riesgoso desafío planteado al público de sostener la atención por algo menos de una hora, tiempo en el que el actor y su cuerpo en escena hacen todo el trabajo.
El paso de la dupla Arias-Farías por el recordado grupo La Troupe desde fines de los años 80, compañía experimental que dirigió la talentosa Marta Subiela (donde compartieron, entre otros, el inolvidable espectáculo Comedia humana), trae al presente un juego en el que queda al desnudo la idea latente del cuerpo como material único y al mismo tiempo inagotable.
La mano de Farías aporta desde el movimiento la tensión necesaria para sostener lo narrativo, que entre “mudras y chacras” revelados llevan al actor a un estado completamente diferente.
Tanto es así, que la idea imperante de poner en riesgo lo orgánico del actor (bailarín, performer) hasta llegar a un punto en el cual poder perderse en un magma de palabras y direcciones, difumina una primera lectura que puede hacerse del espectáculo en la que se ve al personaje con
los vicios de un político en campaña, desafiando hasta el precipicio más fino la veracidad de su discurso, sumándole a su impronta el ímpetu y la bizarrés de un pastor televisivo.
De este modo, sobre el final de El hablante, sobrevuela otra cosa: cierta oscuridad inunda la acción y la palabra, algo patológico acciona en el pensamiento supuestamente liberado (la “bipolaridad” parece ser la causa). Y es allí donde Arias puede capitalizar todo el trabajo previo y demostrar que aquello que escribió William Burroughs, que asegura que “la palabra es hoy un organismo parasitario que invade y daña el sistema nervioso”, es verdadero.
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