“Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.



Peter Brook




miércoles, 17 de octubre de 2012

Los secretos no tienen precio



Sergio Juárez, un joven empleado de un banco, y Ramón Pelletti, un habitual cliente, encerrados en la bóveda.

CRÍTICA TEATRO

El dramaturgo y director Damián Ciampechini dirige con singular ingenio a Christián Valci y Nicolás Valentini en “Embovedados”, obra en la que ensaya qué podría suceder con dos hombres que quedan encerrados dentro de la bóveda de un banco

















Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente en su edición en papel del miércoles 17 de octubre de 2012)
La espera terminó, algo va a pasar, el destino ha querido que la vida de dos hombres cambie para siempre, ya no hay retorno, tampoco hay oxígeno, el aire está viciado, el clima se vuelve irrespirable. Sin embargo, pareciera que aún queda por transitar algo de ese camino de sombra que los oculta; será un tiempo de hastío, de autocompasión, de cierto patetismo cara a cara.
Lo que en ciernes parece una trama urdida con la sagacidad y la inteligencia de un genio como Hitchcock, es uno de los condimentos más fuertes de Embovedados, propuesta que pone a la luz el trabajo de un apasionado creador teatral local como Damián Ciampechini, siempre afecto a las grandes producciones y ahora enfrentado al que, sin dudas, se convertirá en uno de los éxitos de su carrera (y de la temporada), porque se trata de un trabajo en el que dramaturgia, dirección, actuaciones y puesta en escena están en infrecuente sintonía y profesionalismo.
En Embovedados, a partir de un texto propio escrito hace unos años, el director utiliza la anécdota  fundante de un accidente que ocurre dentro de la bóveda de un banco minutos antes de que se cierre hasta nuevo aviso para hablar de la opresión, del dolor, de la pérdida, del camino trazado sin retorno, de lo que no se ve (o no se quiere ver), y sobre todo de la marca indeleble que dejan los vínculos en dos personajes que, cada uno a su medida, se revelan como dos perdedores.
Sergio Juárez, un joven empleado de un banco (Nicolás Valentini), acompaña a Ramón Pelletti (Christián Valci), un habitual cliente, a la bóveda. La descompensación momentánea de este último distrae la atención del primero y la bóveda se cierra inevitablemente. Son las tres de la tarde, y a partir de allí, en tiempo real, ambos verán cómo los celulares no tienen señal, el oxígeno se agota y la incertidumbre ciega cualquier atisbo de optimismo. De a poco, con sabio sentido de la dosificación, ambos personajes irán desnudando su mundo privado, al tiempo que un secreto empezará a hacer mella en el deshilvanado vínculo que los une.
En medio de una imponente escenografía cuyo dispositivo juega en paralelo con el desempeño de los actores, el tiempo, que pasa inexorablemente, tentará a la dupla con la posibilidad, llave maestra mediante, de develar qué esconden esas cajas fuertes. Todo aquello que aparezca (algunos objetos verdaderamente impensados) será la vía de comunicación con un afuera inasible y con un pasado doloroso.
Inteligentemente, el dramaturgo y director va superponiendo planos narrativos al tiempo que deja entrever qué se cocina en esta historia rumbo al inimaginable desenlace.
En su devenir, aquellos temas estructurales de los que siempre habla el teatro, como el amor, el poder o la muerte, se dibujan entre esos mismos planos, con grandes momentos que van del humor a lo trágico apelando a una singular organicidad, dejando en primer plano el conformismo y la opacidad que, por diferentes motivos, caracteriza a ambos personajes.
Más allá del correcto desempeño de Nicolás Valentini, quien de este modo comienza a incursionar en las tablas tras su experiencia como actor en cine, la más grata sorpresa de este trabajo es el extraordinario desempeño de Christián Valci, actor y director de vasta trayectoria, vinculado a la comedia y al vodevil, que aquí, lejos de cualquier estado de comodidad, se calza el complejo desafío de interpretar a un hombre cuya trágica vida lo ha convertido en una verdadera bomba de tiempo.
Por lo demás, Embovedados sirve también para preguntarse cuál es el verdadero valor de las cosas materiales, y hasta dónde los vínculos y el pasado modifican los hechos del presente cuando la muerte se vuelve inminente, dejando en claro que los secretos no tienen precio. 

Cuando lo real es el presente





Una serie de metáforas para hablar del agua como un recurso natural en peligro de extinción.
(Gentileza: Juan José García)



PASO ARROLLADOR. El director Pichón Baldinú mostró en la ciudad su espectáculo “Hombre vertiente”, de la compañía Ojalá, un potente y vertiginoso relato en el que utiliza una serie de metáforas para hablar del agua como un recurso natural en peligro de extinción. El espectáculo se presentó el viernes y sábado últimos, con dos funciones diarias, en el Estadio Cubierto de Newell’s Old Boys



Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del martes 16 de octubre de 2012)
El cuerpo siempre impregna la escena con su propia poética, y el cuerpo, uno de los mayores paradigmas del nuevo milenio por encima de cualquier prodigio tecnológico, es el verdadero germen de Hombre vertiente, un trabajo en el que la compañía porteña Ojalá, comandada por Pichón Baldinú, uno de los creadores de De la Guarda, recupera en parte la estética y el lenguaje de La Organización Negra, con la que, junto con un gran equipo de artistas, Baldinú daba sus primeros pasos en el contexto de un movimiento de ruptura con la tradición teatral que brilló a partir de fines de los años 80.
Creado en 2008 para la Expo Zaragoza y estrenado en España, Hombre vertiente, espectáculo que viernes y sábado se presentó con dos funciones diarias en el Estadio Cubierto de Newell’s Old Boys antes de su viaje a México, apela al relato para encontrar el equilibrio en el contexto de una propuesta de corte industrial, donde el cuerpo (los cuerpos) conviven y narran en medio de enormes estructuras, coreografías aéreas, telones móviles de imponente resolución plástica y un marcado desafío a las leyes de la gravedad.
En ese mismo ámbito pensado casi para ser visto a la italiana (a un solo frente, con un espacio dinámico y otro estático o de platea), una serie de proyecciones dialogan con las escenas en vivo, en ajustadísimos pasajes que a modo de cuento acompañan al protagonista (y a sus alter egos) en este recorrido abigarrado, con escenas superpuestas, y a modo de odisea retrofuturista, lo que convierte al espectáculo en un potente y vertiginoso relato en el que se utilizan una serie de metáforas para hablar del agua como un recurso natural en peligro de extinción.
Tal como pasaba en la recordada La guerra del fuego, película francesa de aventuras de 1981 dirigida por Jean-Jacques Annaud, aquí la guerra es por el agua, y la fabula cuenta que quien tendrá la responsabilidad de priorizar su cuidado será el hombre.
Es así como el agua se vuelve un signo de potente presencia dentro del relato, hasta agotarse. Y así, cuando ese prodigio tecnológico surgido de un proceso empírico es puesto a prueba frente a los recursos de un cuento que también apela a la voz en off, el agua se apropia de la escena: del suelo, de los laterales y de los propios cuerpos de los performers saldrá agua, y ellos, como manantiales que se deshidratan, verán fluir agua a raudales en medio de escenas de una contundencia que enmudecen.
El agua, el recurso no renovable más valioso del planeta, adquiere de este modo un protagonismo inusual en el contexto de una atmósfera tan cautivante como perturbadora.
En medio de un mar de medusas, el personaje recorrerá ese universo kafkiano donde todas las convenciones serán puestas a prueba, y llegará un punto en el que verá como la tierra se cuartea, se reseca hasta convertirse (y convertirlo) en polvo, en uno de los pasajes donde todos los recursos narrativos confluyen en el mayor efecto del relato, en medio de una serie de atmósferas sonoras y visuales tan bellas como apocalípticas.
Después vendrán momentos más festivos y participativos para el público, siempre con el contundente soporte sonoro de la música entre ritual y electrónica compuesta para la ocasión por Gaby Kerpel, incluido un bello tema cantado por La Yegros.
Así, en esta odisea con personajes que van a mitad de camino entre los aparecidos en las sagas Matrix y X-Men, quedará en claro que el hombre en cuestión (también sus infinitas réplicas), será el responsable de que el agua finalmente se extinga como recurso, pero, al mismo tiempo, será posible interpretar que el cambio también es una decisión y que el tiempo real es el aquí ahora; porque más allá de cualquier relato onírico o alucinatorio, lo real y verdadero siempre es el presente.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Con el deseo de ser percibidos





Claudio Danterre, Liliana Gioia y Jorge Ferrucci: tres actores de trayectoria para dar vida a una singular comedia dramática.

CRÍTICA TEATRO

Los actores Liliana Gioia, Claudio Danterre y Jorge Ferrucci dan vida a los delirantes personajes de “Casting en Rosario” , obra con dirección de Ana Tallei que se revela como un homenaje al arte escénico, a sus personajes y a su historia










Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente en su edición en papel del miércoles 11 de octubre de 2012)

Hay un punto en el que las personas necesitan exponerse, volverse visibles para los demás, salir del cono de sombra en el que habitan cotidianamente, correrse de cierta “marginalidad”. Muchas veces, ese lugar de exposición implica un peligro, un riesgo, un camino sin retorno. Quizás esta haya sido una de las consignas a partir de la cual la actriz, directora y dramaturga local Liliana Gioia urdió la trama de Casting en Rosario, trabajo que también la devuelve a los escenarios, esta vez junto a dos grandes actores: Claudio Danterre y Jorge Ferrucci, bajo la dirección de Ana Tallei, quien de este modo incursiona en el complejo territorio del humor.
Partiendo de una intención de escritura en la que la identidad (no la genética sino la territorial o contextual) fue el disparador, Gioia imagina un casting que, al mismo tiempo, sirve como confesionario, sesión de psicoanálisis e intento de trascendencia artística. Y en ciernes, ensaya un homenaje al teatro y al arte en general, porque el mundo del cine también se filtra por los intersticios de un texto que condimenta el humor con acertadas dosis de nostalgia y pequeñas tragedias, algo que, a simple vista, ofrece como signo fundante los rasgos de una comedia dramática de ribetes fellinescos.
En Casting en Rosario, el teatro vuelve a hacer de las suyas, y a lo Pirandello, los espectadores verán una obra teatral que transcurre dentro de un teatro al que Moniq Lagart (Gioia) llega a instancias de un casting que será comandado por un director que brilló en otros tiempos (Danterre), cuyos mecanismos perversos harán trisas el sueño ínfimo de esta cantante de coros parroquiales y maestra de labores cuyo imaginario va a mitad de camino entre los personajes del Club del Clan (dice ser hija no reconocida de Palito Ortega), el deseo de ser actriz luego de estudiar actuación por correspondencia, y una primera “incursión escénica" con una declamadísima versión del poema “La higuera”, de Juana de Ibarbourou, verdaderamente desopilante.
Con rasgos que recuerdan a modo de homenaje a la inolvidable Giulietta Masina de La Strada o Las noches de Cabiria, Gioia apela a esa frescura que caracteriza su vis cómica para aportarle a Moniq (o Mónica Lagarto, tal su verdadero nombre) esa vulnerabilidad que va entre el humor absurdo y cierto patetismo.
Todo parece encarrilarse en esta historia, incluso Moniq logra por un instante captar la atención del director, pero la llegada de Baltazar (Ferrucci), un marido desesperado por el deseo de borrar a esta mujer de la faz de la tierra, descontrola la acción, al tiempo que el susodicho también desplegará su particular histrionismo, recordando viejos tiempos en los que memorizaba obras completas de teatro tras bambalinas dado su rol de carpintero-escenógrafo. Así, el siempre efectivo Ferrucci rememorará su recordada composición de Don Miguel en la versión de Mateo, de Discépolo, al tiempo que Danterre dirá con su voz omnipresente fragmentos de “Hombre preso que mira a su hijo”, de Mario Benedetti. Aunque quizás el momento en el que La gaviota, de Chéjov, se apropia de la escena se vuelva el más entrañable a la hora de pensar en un teatro que se homenajea a sí mismo y a su historia.
El trío de actores responde correctamente a la locura de estos personajes, aunque la propuesta, que más allá de ciertos juegos en los que apela a la provocación se mantiene en un estado de “corrección”, necesita dar esa vuelta de tuerca imprescindible para que el riesgo se vuelve un camino posible a la hora de descolocar al espectador que, a las claras, se conforma con el rasgo fundante de lo cómico.
Por lo demás, se trata de un trío al que Fellini hubiese amado, porque responden a esa estirpe de personajes que transitan entre lo delirante y lo patético, entre la alquimia de lo escénico, es decir la ficción, y la descascarada impronta de lo privado (o lo real), eso que en el teatro, cada vez más, se revela como inocultable.