“Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.



Peter Brook




miércoles, 12 de septiembre de 2012

La noche de los funestos

Los actores Fabio Fuentes e Ignacio Amione se aprestan maleables a la construcción de dos personajes grises.


CRÍTICA TEATRO

La talentosa actriz Paula García Jurado debuta como directora con la obra “Servicio secreto (mano de obra desocupada)”, del dramaturgo Juan Pablo Giordano, que cuenta con las acertadas actuaciones de Fabio Fuentes e Ignacio Amione










Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del miércoles 12 de septiembre de 2012)Hay algo oscuro, algo no dicho, algo funesto; es la intriga propia de un film noir sobre la que se construye una trama ingeniosa, a lo Tarantino, que se toma los tiempos justos como para edificar el suspenso, algo complejo de abordar en el teatro porque, ya se sabe, por lo general, en el teatro está todo a la vista, demasiado expuesto, y por lo mismo se complejiza el hecho de abonar en lo oculto, en priorizar lo que no se ve por encima de lo que se ve, en una obra que trabaja (se sustenta) sobre los tiempos muertos de dos personajes que esperan, y donde la espera se vuelve todo un signo.
Precisamente, ése parece haber sido el camino elegido por el dramaturgo Juan Pablo Giordano (creador de la saga Argentina arde) para la escritura de Servicio secreto (mano de obra desocupada), texto que implicó el auspicioso debut en la dirección de la talentosa actriz Paula García Jurado, intérprete de la recordada Mujeres oscuras y de la aún en cartel Baby Jane.
Tomando como disparador que entre los años 1995 y 1998 el gobierno de la “sobredimensionada” provincia de Buenos Aires despidió a unos 900 efectivos de la fuerza policial por estar involucrados en diversos crímenes y delitos (lo que en la jerga se llama “limpieza”), Servicio secreto muestra el infortunado destino de dos de ellos que, en su afán de ganarse la vida, terminan como matones a sueldo de uno de esos capos, empresarios de la noche cuya insoslayable presencia marcó a fuego los fatídicos años 90 y el menemato.
Son dos hombres jóvenes y son pocos los datos que aportan al contexto en el que se mueven, lo cual se convierte en el primer gran acierto. Queda claro que son dos fisgones, dos voyeurs, dos tipos sin escrúpulos que, como escapados de Pulp Fiction (y otra vez Tarantino), conviven en una noche en la trastienda de un boliche mientras el jefe de ambos da rienda suelta a sus juegos sexuales con señoritas que contrata y prostituye. Hay algo singular: uno de ellos tiene amarrado a su muñeca, con unas esposas, un maletín con dinero, otro dato que acerca la trama a la cinematografía tarantinesca.
El mayor hallazgo de esta puesta está en el traspaso del texto al lenguaje escénico, porque en ciernes no se trata de un texto complejo más allá de sus guiños a la debacle económica de aquellos años o al psicoanálisis que hacía mella en una sociedad sin consuelo que se volvía espectadora de la gran caída de todos los valores (sobre todo los morales). Por el contrario, es su simpleza y cierta vaguedad lo que lo vuelve atractivo, dado que esa variable obliga a preguntarse quiénes son estos hombres, qué es lo que esperan (vaya tema para el teatro), cómo se enfrentan a esos tiempos muertos que les toca vivir cada jornada y sobre todo, adónde irá a parar la trama, en un comienzo teñida con música de los 90 como Duran Duran, Prince o la archiescuchada versión de entonces de “Hooked on a feeling” (la del “uka shaka”).
Los actores Fabio Fuentes e Ignacio Amione, los protagonistas, se aprestan maleables a la construcción de dos personajes grises, algo teñidos de la lógica violenta pero contenida de El Montaplatos, de Harold Pinter, que Giordano reconoce como obra inspiradora, y que en los 60 impregnaba el teatro de esos años con su lógica beckettiana y absurda, surgida de la incandescente Esperando a Godot.
Aunque aquí lo absurdo se vuelve un gran interrogante, apelando a la espera como un tiempo de tránsito, agobiante, inexplicable, en el que lo tosco de estos personajes, esa especie de juego de manos peligroso y fatal al que recurren cuando el hastío les quita la respiración, sirve como preanuncio de la tragedia que irremediablemente estará por venir.
Es en este punto que la directora saca el mayor provecho de los silencios, de los movimientos mínimos, de las sutilezas, de las miradas y de los diálogos, a veces monosilábicos. Y es ahí donde se vuelve notable el trabajo de construcción de esos personajes que habitan en la nada, que añoran lo que no son ni serán, que viven como de prestado, que repiten una fórmula y que se revelan como dos de los tantos paradigmas de una década infame, en la que el individualismo forzó a las personas a hacer aquello que nunca hubiesen ni siquiera podido imaginar con tal de poder “zafar”.

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