CRÍTICA TEATRO
Nicolás Jaworski dirige “El frac rojo”, pieza escrita por Carlos
Gorostiza a finales de la década del 80 que coquetea con el grotesco,
donde se lucen Mario Vidoletti, Marita Vitta y Aldo Villagra
EL FRAC ROJO
Autor: Carlos Gorostiza
Dirección: Nicolás Jaworski
Asistencia: Soledad Otero
Actúan: Mario Vidoletti, Marita Vitta, Flavio Soso, Aldo
Villagra, Bernardo Vitta, Ebelyn Rita
Sala: Cultural de Abajo, San Lorenzo y Entre Ríos, domingos
a las 20
Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente en su edición en papel del lunes 4 de junio de 2012)
Una casa de clase media, son los finales de los 80, así lo indican la
ropa, los objetos escénicos, el empapelado estampado de los muros,
cierta tristeza. Se oye de fondo a Enrico Caruso cantando una de las
áreas de la ópera Tosca, de Puccini, no es casualidad. El patriarca de
la familia, que escucha en el combinado ese disco hasta el hartazgo,
está silente hace años, tampoco es casualidad.
Casi como un coletazo del teatro social de los 60 y 70, El frac rojo, pieza escrita por el maestro Carlos Gorostiza (El puente, El patio de atrás, Hay que apagar el fuego) a finales de los años 80, que coquetea con el grotesco, eterniza en sus palabras y desde un humor accesible, el desencanto de un país que por esos años veía como el sueño de una democracia incipiente se desvanecía frente a una nueva crisis económica y moral, acaso una de las más complejas que haya vivido el país, porque en sus entretelones se vislumbraban los más espurios intereses políticos que darían paso al menemismo, período que pondría en práctica el proyecto económico de la última dictadura, es decir el liberalismo más salvaje.
Es así como en los personajes de esta familia argentina de una clase media que daba sus últimos coletazos, Gorostiza plasma la más ostensible metáfora sobre el desastre de los sueños colectivos, el efecto dominó de lo que comenzaba a representar el dinero y el árbol frente a los ojos que no dejaba ver el bosque, dejando en claro que el “quitarse las caretas” era la única alternativa frente al mar de mentiras imperantes.
Pero en la pieza, las caretas a quitar están dentro de las paredes de la propia casa: mientras el megalómano padre de familia, Amadeo, sueña con inventar un “negocio” que ponga en valor su “ingenio y talento” a la luz de la mirada entre ingenua y cómplice de Elvira, su mujer, el resto de la familia se desintegra, se deshilacha como la manga del frac rojo que no se puede terminar de coser. El hijo prueba las drogas, el abuelo se muere a cuentagotas, y la falta de trabajo (de dinero), parece fagocitar el final, en el cual, como en todo grotesco, ya no habrá máscaras posibles que puedan ocultar la verdad. Frente a todo eso, Amadeo insiste con su pyme y busca un socio: un pequeño emprendimiento para apretar gente que no paga, uno de sus tantos proyectos delirantes y patéticos destinados al fracaso, casi como los mismos que los gobernantes de entonces ponían en práctica.
Por el lado de los logros, el montaje se vale de los hallazgos que significan algunos momentos verdaderamente descollantes en los que Mario Vidoletti y Marita Vitta (Amadeo y Elvira) parecen escapados de la más inasible escena de Matrimonios y algo más. Con su estirpe de capocómico, Vidoletti, actor de una desmesura y entrega infrecuentes, aporta solvencia a un personaje jugado a todo o nada, en su carrera contra reloj por escuchar “a los que tienen la plata” que parecen saberlo todo y a los que se quiere parecer, al tiempo que Marita Vitta suma su experiencia y presencia para componer a Elvira, el gran soporte en el que se apoya el protagonista, dotándola de lo más incómodo que quizás pueda tener un personaje: un rasgo de imbecilidad que la condiciona a decir las cosas más terribles entre la incomprensión y la doble intención, y entre la angustia y la desesperación.
Más allá de algunas irregularidades en los registros de actuación del resto del elenco que pareciera no comprometerse con un género que exige otro nivel de entrega, el otro gran motor de la puesta es el extraordinario trabajo que lleva adelante desde lo corporal Aldo Villagra, quien compone al abuelo. Pocas veces el teatro da la oportunidad de ver a un actor de semejante presencia, acaparando la atención desde el silencio en medio de un mar de palabras. Mimo y clown, conocedor de la estética circense, Villagra entabla con el abuelo un diálogo introspectivo que, sorprendentemente, puede poner en la coloratura e intensidad de cada uno de sus movimientos.
Por lo demás, entre los interrogantes que plantea el estreno de esta pieza, queda claro que el equipo de trabajo buscó priorizar la llegada al público y lo logró, algo sobre lo que el director ya venía trabajando con propuestas anteriores, aunque quizás el montaje necesite dosificar el humor para llegar al registro que requiere el grotesco: por momentos, la risa parece opacar cierta melancolía que está latente en los personajes y que en unos pocos pasajes los actores pueden soltar, dejando en claro que la lógica del grotesco requiere de un estado en el que el actor logra manifestar la compleja agonía de la risa.
Casi como un coletazo del teatro social de los 60 y 70, El frac rojo, pieza escrita por el maestro Carlos Gorostiza (El puente, El patio de atrás, Hay que apagar el fuego) a finales de los años 80, que coquetea con el grotesco, eterniza en sus palabras y desde un humor accesible, el desencanto de un país que por esos años veía como el sueño de una democracia incipiente se desvanecía frente a una nueva crisis económica y moral, acaso una de las más complejas que haya vivido el país, porque en sus entretelones se vislumbraban los más espurios intereses políticos que darían paso al menemismo, período que pondría en práctica el proyecto económico de la última dictadura, es decir el liberalismo más salvaje.
Es así como en los personajes de esta familia argentina de una clase media que daba sus últimos coletazos, Gorostiza plasma la más ostensible metáfora sobre el desastre de los sueños colectivos, el efecto dominó de lo que comenzaba a representar el dinero y el árbol frente a los ojos que no dejaba ver el bosque, dejando en claro que el “quitarse las caretas” era la única alternativa frente al mar de mentiras imperantes.
Pero en la pieza, las caretas a quitar están dentro de las paredes de la propia casa: mientras el megalómano padre de familia, Amadeo, sueña con inventar un “negocio” que ponga en valor su “ingenio y talento” a la luz de la mirada entre ingenua y cómplice de Elvira, su mujer, el resto de la familia se desintegra, se deshilacha como la manga del frac rojo que no se puede terminar de coser. El hijo prueba las drogas, el abuelo se muere a cuentagotas, y la falta de trabajo (de dinero), parece fagocitar el final, en el cual, como en todo grotesco, ya no habrá máscaras posibles que puedan ocultar la verdad. Frente a todo eso, Amadeo insiste con su pyme y busca un socio: un pequeño emprendimiento para apretar gente que no paga, uno de sus tantos proyectos delirantes y patéticos destinados al fracaso, casi como los mismos que los gobernantes de entonces ponían en práctica.
Por el lado de los logros, el montaje se vale de los hallazgos que significan algunos momentos verdaderamente descollantes en los que Mario Vidoletti y Marita Vitta (Amadeo y Elvira) parecen escapados de la más inasible escena de Matrimonios y algo más. Con su estirpe de capocómico, Vidoletti, actor de una desmesura y entrega infrecuentes, aporta solvencia a un personaje jugado a todo o nada, en su carrera contra reloj por escuchar “a los que tienen la plata” que parecen saberlo todo y a los que se quiere parecer, al tiempo que Marita Vitta suma su experiencia y presencia para componer a Elvira, el gran soporte en el que se apoya el protagonista, dotándola de lo más incómodo que quizás pueda tener un personaje: un rasgo de imbecilidad que la condiciona a decir las cosas más terribles entre la incomprensión y la doble intención, y entre la angustia y la desesperación.
Más allá de algunas irregularidades en los registros de actuación del resto del elenco que pareciera no comprometerse con un género que exige otro nivel de entrega, el otro gran motor de la puesta es el extraordinario trabajo que lleva adelante desde lo corporal Aldo Villagra, quien compone al abuelo. Pocas veces el teatro da la oportunidad de ver a un actor de semejante presencia, acaparando la atención desde el silencio en medio de un mar de palabras. Mimo y clown, conocedor de la estética circense, Villagra entabla con el abuelo un diálogo introspectivo que, sorprendentemente, puede poner en la coloratura e intensidad de cada uno de sus movimientos.
Por lo demás, entre los interrogantes que plantea el estreno de esta pieza, queda claro que el equipo de trabajo buscó priorizar la llegada al público y lo logró, algo sobre lo que el director ya venía trabajando con propuestas anteriores, aunque quizás el montaje necesite dosificar el humor para llegar al registro que requiere el grotesco: por momentos, la risa parece opacar cierta melancolía que está latente en los personajes y que en unos pocos pasajes los actores pueden soltar, dejando en claro que la lógica del grotesco requiere de un estado en el que el actor logra manifestar la compleja agonía de la risa.
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