CRÍTICA TEATRO
La corrosiva e inquietante “Lluvia constante”, de Keith Huff, con actuaciones de Rodrigo de la Serna y Joaquín Furriel, dirigidos por Javier Daulte, pasó el último fin de semana por el Astengo con tres funciones a sala llena
Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del martes 15 de mayo de 2012)
En Lluvia constante, el autor norteamericano Keith Huff pareciera preguntarse qué es lo que desata una tragedia, cuánto de pasión y de traición se debe combinar para que aquello que a simple vista parece un juego de niños, se tiña de un rojo intenso, se vuelva oscuro y siniestro, y termine corriendo de registro lo que, en ciernes, no es otra cosa más que una comedia, quizás, dramática.
Aplaudida en varios escenarios incluido el porteño complejo La Plaza donde se presentó durante 2011, la versión argentina de Lluvia constante pasó el último fin de semana con tres funciones repletas por el Auditorio Fundación Astengo, para seguir confirmando la amplitud de públicos que pueden sumarse al sentido que busca este texto, en apariencia pequeño porque es pequeña la historia que cuenta, pero que, desde su pequeño conflicto, que parte de la idea de su autor de subvertir el género policial, analiza problemáticas propias del mundo contemporáneo tales como la ruptura de los vínculos y la dimisión de los valores más elementales en personas que, a primera vista, parecieran hacer un alarde de esos mismos valores.
Como pasa con muchas tragedias, aquí también hay una amistad que es puesta a prueba: la historia de Rodo (Joaquín Furriel) y Dani (Rodrigo de la Serna) es la de dos amigos de la infancia que parecen haberlo compartido todo, incluso, de adultos, el trabajo. Son dos policías de calle de una ciudad de hoy, donde la corrupción es parte de su mundo, en el contexto de una cotidianeidad plagada de situaciones complejas, que ponen a prueba sus principios éticos y morales.
De este modo, la convivencia se vuelve extrema, se polariza, y la lealtad se agrieta entre la adicción al alcohol y la eterna soledad de Rodo y la violencia doméstica y las mentiras de Dani, y en cierta simbiosis en la que ambos se van fagocitando para terminar parándose uno en el lugar del otro, dejando en claro que en la vida no siempre se hace lo que se quiere sino lo que se puede.
En Lluvia constante brilla, ante todo, la inteligencia de un texto que se revela como eminentemente narrativo, distanciado de los registros de actuación habituales, que somete a los actores a un desafiante “tour
de ford” en el que De la Serna, reciente ganador del Florencio Sánchez al mejor actor, pone a funcionar su conocido y camaleónico registro de actuación, en el que, del mismo modo que agita en pasajes un humor clownesco, en otros, parece escapado de la más sangrienta tragedia griega.
El efecto bélico de la traición es aquí acompañado con el comienzo de la lluvia: afuera llueve y adentro (del conflicto) se empiezan a desentrañar (a “lavar”) los costados más ocultos de los personajes y sus historias.
Más allá de los cambios en la puesta (en las funciones locales, un auto que aparece en escena fue reemplazado por un carro) y en la magnífica escenografía de Alberto Negrín (la original, acentuaba la sensación de opresión), la obra se deposita en el trabajo de los actores y en cómo desandan el relato, de la mano del siempre atento Javier Daulte, acaso el director del under que menos ha traicionado su mirada en el salto al vacío que suele resultar el paso hacia un teatro más comercial.
Por lo demás, la pieza resulta sumamente atractiva para el público argentino, quizás porque en su trama se trabajan problemáticas cotidianas como la inseguridad, el gatillo fácil, y la falta de lealtad y las contradicciones en lo que, se supone, debería entenderse como familia, hechos y circunstancias que se sintetizan en una frase que integra uno de los parlamentos, y que sostiene: “A veces, para salvarse, hay que perderlo todo”.
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