Apelando a una poética conmovedora, Teatro de la Huella trabaja en "La huella de los pájaros " sobre la impronta de la memoria
LA HUELLA DE LOS PÁJAROS
Dirección: Severo Callaci
Actúan: Alejandra Valdés, Ariel Hamoui, Corel Martínez Tuset, Timoteo Kwist, María Luisa
Zárate, Paula Sadín, Lisandro Luis
Sala: Centro Cultural Gurruchaga, Catamarca 3450, sábados a las 22
Por Miguel Passarini (publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del martes 9 de noviembre)
Hay en el teatro argentino una poética de la muerte, de los fantasmas, de los desparecidos, que es tan dolorosa como necesaria, tan atroz como incandescente, tan sensible como horrorosa. La dictadura ha generado en la dramaturgia (en el teatro en todas sus formas) huellas tan profundas que su impronta omnipresente es un grito silencioso que atraviesa los cuerpos de los actores cada vez que en esa poética se filtra el pasado reciente, ése que con dolor no termina de curar sus heridas, aunque ahora, juicios mediante, se pueda volver a creer que algunas veces existe una “justicia justa”.
Un grupo de artistas liderado con sensibilidad e inteligencia por el actor y director local Severo Callaci estrenó en agosto (los próximos sábados del mes serán las últimas funciones) Las huellas de los pájaros en el recuperado Centro Cultural Gurruchaga, lo que en sí mismo ya se revela como todo un signo político. El proceso fue largo y el resultado, luminoso. En el medio, los juicios por delitos de lesa humanidad que se llevan adelante desde julio en la ciudad atravesaron el proceso, incluso con algunas de sus historias reales, hoy teñidas de una impronta propia.
En ciernes, del título se desprende un interrogante: ¿cuál es la huella que dejan los pájaros? Las metáforas que encierra el montaje van mucho más allá de esas marcas etéreas que dejaron aquellos que no están pero su presencia es cada vez más “tangible”. A través de la fragmentación de escenas, Callaci y su equipo traen al presente la memoria que late, dicen lo ya dicho pero en un contexto artístico-poético que resignifica la problemática, asumiendo con gran responsabilidad el consabido riesgo que esto implica: el teatro de la post dictadura luchó y lucha denodadamente por no volverse panfletario, algo que en esta puesta pareciera haber sido una consigna. Todo lo dicho está puesto en función de una estructura que adquiere real sentido sobre el final, y en el tránsito no hay palabras rebuscadas o forzadas, sólo están las necesarias.
Aquellos interrogantes del comienzo frente a un puñado de bicicletas olvidadas, respecto de cuál es la verdadera justicia, dónde está puesto su sentido, cuál es el camino a seguir, e incluso cuál es y será la responsabilidad de las jóvenes generaciones, trascienden el recorrido para abordar un final que enmudece, silencia, golpea pero en lo más alto.
En el medio de todo el trabajo, un orden semiológico va construyendo desde el mensaje una serie de lugares, instancias reconocibles: la niñez, los vínculos, la educación, la construcción de un pensamiento aciago respecto de la necesidad de justicia tan instalado en una generación, las muertes impunes, el dolor, la tortura y la esperanza están allí, como en un viaje al que es imprescindible sumarse, porque lo que se ve es, en cierta forma, el preanuncio de lo que vendrá.
Pero si hay algo por lo cual esta puesta pone distancia de otras que abrevan en la misma temática, es porque en ningún momento, más allá de la impronta política y de los recursos que utiliza para su abordaje, se aleja del teatro: La huella de los pájaros es una obra de arte concebida desde la experimentación y arriesgándolo todo.
Lo confirman no sólo las buenas actuaciones (algunas, verdaderamente conmovedoras), sino también los pasajes en los que el público es interpelado (no agredido), cuestionado. Sucede que los fantasmas están allí, regresan, respiran, preguntan. Uno con una foto sepia muestra el último lugar habitado; otra junta zapatos para develar en ellos el pasado de quién los usó; una maestra tomará asistencia pero nadie dirá “presente”. Todos escapan de un holocausto, están llenos de polvo, por momentos caminan en la oscuridad tan temida. Un enorme friso hecho con partes de todo en el fondo de la escena (“un amasijo hecho de cuerdas y tendones, un revoltijo de carne con madera”) es el gran escaparate, un precario mástil puede servir para izar la bandera (de luto, hecha trizas) o para disparar en la cabeza; las manos sirven para amasar la masa que amasa una madre que verá cómo su hija crece sola, sin su padre, pero la otra masa también es protagonista: el espectáculo, por momentos, se vuelve una performance, una instalación armada con los despojos de un pasado no resuelto del que, obviamente, cualquier espectador también forma parte, del mismo modo que Matrina Nolvidano, Nina Speranza, Nino Nostalgio, Zepio Buscante, Griso Impuneti, Terruña Testiga y Aurora Veletta, los simbólicos nombres de los personajes.
Así, las bicicletas que en un comienzo están “deshabitadas”, vuelven a ser conducidas por ángeles, por aquellos que las dejaron perdidas, olvidadas en los muros, y que vuelven por justicia. Son esas mismas que con inteligencia retrató el artista plástico Fernando Traverso con sus enigmáticos graffitis para homenajear a los 350 desaparecidos que hubo en Rosario; son esos mismos ángeles que esperaron la llegada del ¿último?, Claudio Pocho Lepratti, asesinado en 2001 por la policía, acaso el signo más fuerte de que muchos de aquellos enemigos hoy también habitan otros cuerpos, que el pensamiento atroz también se ha multiplicado, que todavía queda mucho por hacer y decir.
La responsabilidad de los artistas es, entre otras, la de dar cuenta de los acontecimientos que marcan su tiempo. Callaci y su equipo así lo entendieron y se lo regalan al público a través de un espectáculo conmovedor.
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