“Un hueco”, de Juan Pablo Gómez, con las actuaciones de Patricio Aramburu, Nahuel Cano y Alejandro Hener, entre lo más destacado de
Por Miguel Passarini
Un hueco donde pasar desapercibido ante la presencia de lo inesperado, un hueco donde poder dejar de ser, un hueco donde poder volver a ser lo que alguna vez se fue al menos en lo efímero del recuerdo y la evocación. También, un hueco que, al mismo tiempo, sea un escondite y una salida, un hueco en el que la verdad, aunque dolorosa y cruel, pueda decirse, finalmente, con total impunidad, porque sólo será oída por los directos involucrados.
En Un hueco, espectáculo de factura porteña presentado en el marco de
Patricio Aramburu, Nahuel Cano y Alejandro Hener (actores), bajo la dirección de Juan Pablo Gómez (Buenos Aires), generaron una propuesta que abreva en el hiperrealismo a través de recursos propios de una comedia dramática que transcurre en el vestuario de un club de pueblo (tal como sucede en Buenos Aires, en el festival, fue montado en el vestuario del Club Atlético Rafaela), donde una improvisada sala velatoria que permanece en la extraescena reúne a tres amigos de la infancia ante la muerte inesperada de un cuarto integrante del grupo. Y entonces, el vestuario se vuelve un escape, lo que se irá contando servirá para entender, pero ese posible “escape”, como en la tragedia, será el camino equivocado, porque no será más que una encrucijada que anudará el conflicto.
Acaso el mundo del cine, la extraña espesura de un set “montado” en un lugar en el que la ficción aparece y se esfuma casi con la misma intensidad que la verdad en el teatro, fue determinante para que el director y sus actores forzaran los límites de un supuesto “no teatro” para llevarlo a una instancia en la que lo que se ve, se vuelva extremadamente realista: los actores están allí, en tiempo real, lo que pasa puede estar pasando de verdad a ésa hora, en ése lugar; los sandwich de miga, el café, la ginebra y la corona mortuoria, también son de verdad, se intuye el olor a velorio, la muerte ronda del mismo modo que ellos, antes, daban la “vuelta al perro” por las calles del pueblo, perdidos, aburridos por la repetición.
Es que en Un hueco lo que prevalece, más allá de la consabida convención teatral en la que artistas y espectadores “pactan” una mentira, es la verdad absoluta. Los cuerpos de los actores están omnipresentes, perplejos del dolor, pisados, atravesados por lo que ha sucedido: la muerte de un amigo que a los tres que quedan los marca hasta llegar a un punto en el que lo contradictorio y banal de la infancia se anhela desde un punto muerto.
La vida de pueblo versus la de la ciudad y el eco lejano de un Chéjov que lo adelantó, la caricia inocente entre amigos que puede volverse “peligrosa” (dos tipos solos, en un vestuario pueden ser sospechosos, tres no), la complejidad de los vínculos amistosos atada con alambre por años de envidias y recelos que salen a la luz casi con el mismo hastío que un borrachera, juegan las coordenadas de un espectáculo donde se destacan actuaciones de altísimo nivel en el contexto de una propuesta singular, que tiene como mayor objetivo la idea de producir ficción desafiando, incluso, el morbo de un público que está metido adentro del dispositivo, muy próximo a la escena.
En Un hueco hay, también, cierto filo de la masculinidad que se pone a prueba, una nueva temática a la que el teatro argentino busca aproximarse. Se trata de eso que los hombres no se animan a decir por miedo, eso que la amistad habilita hasta un punto: ¿Se puede llorar?, ¿Se puede decir todo?, ¿Se puede envidiar?, ¿Se puede abrazar y decir “te quiero”?, ¿Se puede querer volver a la infancia como un espacio de salvación?, ¿Se puede decir “no puedo más”? Sí, todo se puede, pero metidos en un hueco.
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