“Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.



Peter Brook




martes, 12 de marzo de 2013

Contrapunto de discursos poderosos

CRÍTICA TEATRO

Luis Machín y Jorge Suárez encarnan magistralmente al filósofo C.S. Lewis y al psicoanalista Sigmund Freud en la obra teatral “La última sesión de Freud”, del norteamericano Mark St. Germain, con dirección de Daniel Veronese, que este viernes se despide de la ciudad con dos funciones      


LA ÚLTIMA SESIÓN DE FREUD
Autor: Mark St. Germain
Adaptación y dirección: Daniel Veronese  
Actúan: Jorge Suárez, Luis Machín
Sala: El Círculo, Laprida y Mendoza,  viernes 15 a las 21 y 23


Bajo la dirección de Daniel Veronese, Machín personifica a Lewis, y Suárez al Dr Freud.
Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del )
Dos actores son literalmente atravesados por los discursos de dos personajes de existencia real y ellos no oponen ninguna resistencia. Por el contrario, podría asegurarse que más allá de las exigencias del caso, se cargan una y otra vez esos mismos personajes desde hace más de un año, con el mismo vigor del estreno, e incluso ya los muestran como propios.
Así, el actor rosarino Luis Machín y su colega porteño Jorge Suárez son los responsables de un duelo singular: de la mano inteligente (y por momentos aviesa) del talentoso dramaturgo y director porteño Daniel Veronese traen al presente el jugoso encuentro (para algunos imaginario) entre el escritor C.S. Lewis y el psicoanalista Sigmund Freud a instancias del inicio de la Segunda Guerra Mundial, en la casa del padre del psicoanálisis en Londres.
La última sesión de Freud, obra de tesis que se revela como un testimonio invalorable de los últimos momentos de un Freud enfermo de cáncer de boca, con un notable deterioro físico pero con una claridad de pensamiento apabullante, tras su exitoso paso del año pasado por La Comedia y de las dos funciones a sala repleta del último fin de semana, repetirá este viernes con dos nuevas e imperdibles funciones en El Círculo (Laprida y Mendoza).
Machín es C.S. Lewis, filósofo y autor de, entre otras, Las Crónicas de Narnia, Cartas del diablo a su sobrino y El regreso del peregrino (cuya incidencia aparece fuertemente en el conflicto que atraviesa la obra), quien es citado por Freud para mantener una charla, en ciernes, interesado (también confundido y curioso) por su conversión al catolicismo. “Nada más ortodoxo que un ateo converso”, se escuchará en algún momento del relato, apelando a pequeños datos de una realidad histórica que el dramaturgo y guionista norteamericano Mark St. Germain dosifica a lo largo de un texto que se equilibra entre el ingenio y el revisionismo histórico.
No se sabe a ciencia cierta si C. S. Lewis y Freud se encontraron alguna vez. Sí se sabe que el padre del psicoanálisis vivió algunos meses en Inglaterra hasta su muerte en septiembre de 1939, y que pudieron haberse encontrado pocos días antes de ese acontecimiento. Por entonces, Lewis tenía 40 años y hacía una década que era católico, al tiempo que Freud, con 82, ya tenía fama y su obra y pensamiento estaban consolidados.
Apelando al formato del contrapunto entre dos personajes antagónicos que por momentos parecieran encontrarse en el disfrute de un singular sentido del humor, a mitad de camino entre la sutileza y la ironía, y haciendo gala de un conocimiento profundo del pensamiento de ambos personajes, el texto se cimienta en un recorrido que tiene pasajes magistrales, y que ambos actores transitan con buenos resultados merced a una entrega infrecuente en el marco del denominado “teatro comercial”.
En el relato se conjugan problemáticas universales como la existencia de Dios, la construcción del pensamiento y el sentido de la vida, la sexualidad en sus diversas formas (Freud dirá con contundencia: “La Biblia es un bestiario de la sexualidad”), el acercamiento al dogma católico y el real sentido de la existencia del hombre, entre otras; y en su totalidad son la materia que ambos actores mastican y metabolizan a través en una sínodo jugoso y de efecto inmanente en el público.
Por un lado, Machín trabaja su personaje a partir de cierta introspección: habla de la vida y de la muerte, busca en su interior, transita el escenario con la consecuente inquietud que le provoca semejante contrincante, apelando a su conocido poder para actuar y a su efectiva presencia escénica.
Sin embargo, es Suárez quien aporta la carnadura dramática a una obra que, en su devenir, no deja grietas ni lugar para las ambigüedades. La exigencia física que requiere su personaje (inflexiones de la voz y un trabajo corporal extenuante) y ciertos efectos que marcan el in crescendo del deterioro físico del personaje, convierten su trabajo en uno de los más notables del teatro argentino de los últimos tiempos, lo que pone en primer plano, independientemente del debate intelectual, una guerra de pensamientos más allá de la atroz que acontece por fuera de los muros de la casa, y que pone en jaque aquellos grandes temas a los que el teatro, por suerte, siempre está volviendo.

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