CRÍTICA TEATRO
Luis Machín y Jorge Suárez encarnan magistralmente al
filósofo C.S. Lewis y al psicoanalista Sigmund Freud en la obra teatral “La
última sesión de Freud”, del norteamericano Mark St. Germain, con dirección de
Daniel Veronese, que este viernes se despide de la ciudad con dos
funciones
LA ÚLTIMA SESIÓN DE FREUD
Autor: Mark St. Germain
Adaptación y dirección: Daniel Veronese
Actúan: Jorge Suárez, Luis Machín
Sala: El Círculo, Laprida y Mendoza, viernes 15 a las 21 y 23
Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del )
Dos actores son literalmente atravesados por los discursos de dos
personajes de existencia real y ellos no oponen ninguna resistencia. Por
el contrario, podría asegurarse que más allá de las exigencias del
caso, se cargan una y otra vez esos mismos personajes desde hace más de
un año, con el mismo vigor del estreno, e incluso ya los muestran como
propios.
Así, el actor rosarino Luis Machín y su colega porteño Jorge Suárez
son los responsables de un duelo singular: de la mano inteligente (y por
momentos aviesa) del talentoso dramaturgo y director porteño Daniel
Veronese traen al presente el jugoso encuentro (para algunos imaginario)
entre el escritor C.S. Lewis y el psicoanalista Sigmund Freud a
instancias del inicio de la Segunda Guerra Mundial, en la casa del padre
del psicoanálisis en Londres.
La última sesión de Freud, obra de tesis que se revela como un
testimonio invalorable de los últimos momentos de un Freud enfermo de
cáncer de boca, con un notable deterioro físico pero con una claridad de
pensamiento apabullante, tras su exitoso paso del año pasado por La
Comedia y de las dos funciones a sala repleta del último fin de semana,
repetirá este viernes con dos nuevas e imperdibles funciones en El
Círculo (Laprida y Mendoza).
Machín es C.S. Lewis, filósofo y autor de, entre otras, Las Crónicas
de Narnia, Cartas del diablo a su sobrino y El regreso del peregrino
(cuya incidencia aparece fuertemente en el conflicto que atraviesa la
obra), quien es citado por Freud para mantener una charla, en ciernes,
interesado (también confundido y curioso) por su conversión al
catolicismo. “Nada más ortodoxo que un ateo converso”, se escuchará en
algún momento del relato, apelando a pequeños datos de una realidad
histórica que el dramaturgo y guionista norteamericano Mark St. Germain
dosifica a lo largo de un texto que se equilibra entre el ingenio y el
revisionismo histórico.
No se sabe a ciencia cierta si C. S. Lewis y Freud se encontraron alguna vez. Sí se sabe que el padre del psicoanálisis vivió algunos meses en Inglaterra hasta su muerte en septiembre de 1939, y que pudieron haberse encontrado pocos días antes de ese acontecimiento. Por entonces, Lewis tenía 40 años y hacía una década que era católico, al tiempo que Freud, con 82, ya tenía fama y su obra y pensamiento estaban consolidados.
No se sabe a ciencia cierta si C. S. Lewis y Freud se encontraron alguna vez. Sí se sabe que el padre del psicoanálisis vivió algunos meses en Inglaterra hasta su muerte en septiembre de 1939, y que pudieron haberse encontrado pocos días antes de ese acontecimiento. Por entonces, Lewis tenía 40 años y hacía una década que era católico, al tiempo que Freud, con 82, ya tenía fama y su obra y pensamiento estaban consolidados.
Apelando al formato del contrapunto entre dos personajes antagónicos
que por momentos parecieran encontrarse en el disfrute de un singular
sentido del humor, a mitad de camino entre la sutileza y la ironía, y
haciendo gala de un conocimiento profundo del pensamiento de ambos
personajes, el texto se cimienta en un recorrido que tiene pasajes
magistrales, y que ambos actores transitan con buenos resultados merced a
una entrega infrecuente en el marco del denominado “teatro comercial”.
En el relato se conjugan problemáticas universales como la existencia
de Dios, la construcción del pensamiento y el sentido de la vida, la
sexualidad en sus diversas formas (Freud dirá con contundencia: “La
Biblia es un bestiario de la sexualidad”), el acercamiento al dogma
católico y el real sentido de la existencia del hombre, entre otras; y
en su totalidad son la materia que ambos actores mastican y metabolizan a
través en una sínodo jugoso y de efecto inmanente en el público.
Por un lado, Machín trabaja su personaje a partir de cierta
introspección: habla de la vida y de la muerte, busca en su interior,
transita el escenario con la consecuente inquietud que le provoca
semejante contrincante, apelando a su conocido poder para actuar y a su
efectiva presencia escénica.
Sin embargo, es Suárez quien aporta la carnadura dramática a una obra
que, en su devenir, no deja grietas ni lugar para las ambigüedades. La
exigencia física que requiere su personaje (inflexiones de la voz y un
trabajo corporal extenuante) y ciertos efectos que marcan el in
crescendo del deterioro físico del personaje, convierten su trabajo en
uno de los más notables del teatro argentino de los últimos tiempos, lo
que pone en primer plano, independientemente del debate intelectual, una
guerra de pensamientos más allá de la atroz que acontece por fuera de
los muros de la casa, y que pone en jaque aquellos grandes temas a los
que el teatro, por suerte, siempre está volviendo.
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