CRÍTICA TEATRO
Ana María y su perro Apolo, y el relato desvanecido de una mujer que apenas pudo sostener el rol de “segunda”. FOTO: MARCELO MANERA |
El actor Juan Pablo Geretto,
acompañado desde la dirección por Alejandra Ciurlanti, concreta una inteligente
y valiosa relectura de “Como quien oye llover”, su segundo unipersonal,
estrenado originalmente en Rosario en diciembre de 2005.
Por Miguel Passarini (Publicado
en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del domingo 6 de enero
de 2012)
Las palabras resuenan
categóricas, ciertas, irrevocables, en medio de los despojos de un pasado en el
que los objetos ocupaban un lugar de privilegio en el espacio escénico. Ya no
aparecen aquellos objetos sobre un sinfín blanco, sino apenas un vestuario (o
parte de aquél) que suma a la morfología de los personajes. Ya no hay tanto
barroquismo distractivo, tanto ornato, ya no tanto melodrama ni maquillaje.
Allí, en medio de esa especie de páramo de los recuerdos, aquellos mismos
personajes vuelven a corporizarse en un espacio desnudo y lúdico, sin
artilugios, donde la actuación es el signo más potente y su destino, una calle
polvorienta de infancia pueblerina y árboles enormes que hoy, a la distancia,
se ven pequeños.
Los personajes son los mismos,
pero el actor Juan Pablo Geretto no es el mismo que a fines de 2005 estrenaba
en la ciudad Como quien oye llover, esa mirada nostálgica sobre su infancia en
Gálvez, de hombres “fantasmas” y mujeres que vio o escuchó, y que marcaron su
destino, propuesta que tenía como compleja tarea ser la continuación del
inolvidable Solo como una perra.
Como quien oye llover regresó el
viernes por la noche a la cartelera local (ver aparte) con la poco contemplativa
pero extremadamente inteligente mirada de la talentosa directora porteña
Alejandra Ciurlanti (Dios perro, La noche antes de los bosques), al frente de
un equipo que completa desde la asistencia de dirección María Belén Ocampo y
Eli Sirlin, responsable de una puesta de luces que construye y cimienta a la
par del actor el portentoso relato dramático que atraviesa todo el unipersonal.
Allí, una vez más, están Ana
María y su perro Apolo, y el relato desvanecido de una mujer que apenas pudo
sostener el rol de “segunda”; siempre acompañada y sola, a la espera de una
palabra, una acción, un lugar que Juan Carlos, su amante, nunca le dio.
Personaje urbano y reconocible, de vida “prestada”, Ana María acerca hoy otro
costado: es, de algún modo, la cara oculta de aquella, dado que cierta
nostalgia dolorosa cierra el recorrido de una mujer que sólo pide volverse
visible, en uno de los mejores momentos de todo el espectáculo.
Poco después, Geretto trae
nuevamente al presente (integró la galería original de Solo como una perra) a La Nelly, un cocoliche
grotesco, una especie de “mujer sentada” de palabras lapidarias, claro
referente de las madres, esas “manipuladoras milenarias” a las que, de algún
modo, está dedicado todo el espectáculo. Oscura pero particularmente graciosa, La Nelly es, al mismo tiempo,
la señora de barrio solidaria con los enfermos y católica practicante, cuya
ambigüedad, ahora, está llevada a un costado algo más violento y descarnado, en
su irrefrenable destino de vida familiar agitada, porrones enfriados a granel y
un duelo y luto eternos por la muerte del Negro, cuya cremación casera sirvió
para volver a juntar a toda la familia.
Para el final, la madre de La Chucky (adolescente de 12
años y madre precoz) es quien vuelve a mostrar al Geretto de los comienzos,
aunque el personaje ha virado hacia algo más cutre, desprolijo y claramente más
controvertido. “Bombón asesino” de armas tomar, la mujer de minifalda sinuosa y
tacos indómitos, deja ver, como sus antecesoras, una singular crítica a lo que
la sociedad llama “valores”, armando y desarmando esas mismas muñecas rotas que
hacen referencia a un relato fundante en el que el actor “presta” su cuerpo
para que todas aquellas mujeres que vio, vuelvan a vivir.
Desde la dirección, compartida
entre Ciurlanti y el propio Geretto, los personajes ya no reniegan de su
ambigüedad; por el contrario, se trata de un rasgo que está potenciado, a
través del cual, más allá de lo velado que pueda resultar el hecho de que, en
un primer plano, lo que el actor compone son mujeres, se pueda ver detrás
(ahora más que nunca) al propio Geretto, que ha potenciado sus registros de
actuación y por lo mismo, su incuestionable presencia escénica y vis cómica.
Esta nueva lectura de Como quien
oye llover, si bien mantiene intacto el humor y la nostalgia, busca, además,
mostrar ese otro costado de los personajes, una nueva manera de contarlos a
partir de cierta aspereza que antes había sido limada pero que estaba allí,
latente, expectante.
Ahora, el narrador que hilvana
las historias de los tres personajes es el mismo Geretto (ya no su alter ego),
que a cara lavada se para en el ayer para describir el hoy. Y lo hace sin
simulaciones ni cavilaciones, sin remordimientos pero, también, sin dobleces
frente a la “resonancia” que sus personajes provocan en el espectador; según
Roland Barthes, ese “modo fundamental de la subjetividad amorosa: una palabra,
una imagen resuenan dolorosamente en la conciencia afectiva del sujeto”.
Así, desde el despojo, sin
finales mediados y con un poco de locura, lamentablemente, la hora del “juego”
se termina: lo que queda es la presencia extraordinaria de un actor que ha
llegado a la madurez.
De estreno
Con la platea baja llena a pesar
de la lluvia que condicionó a último momento la salida de los rosarinos
alrededor de las 21 del viernes, Juan Pablo Geretto estrenó finalmente la nueva
versión de Como quien oye llover, que seguirá en cartel en La Comedia (Mitre y
Ricardone) los viernes y sábados a las 21.30 y los domingos a las 21, durante
enero y febrero, lo que se constituye como el primer gran estreno de la
temporada de verano y una cita imperdible con un teatro de calidad que muestra
a Geretto en un momento de gran plenitud artística.
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