Lo que sigue es un texto que escribí para una publicación que se editará por los 50 años de mi escuela secundaria. La foto es de aquellos años hermosos vividos en Wheelwright.
Por Miguel Passarini
“Hubo un tiempo que fue hermoso y fui libre de verdad, guardaba todos mis sueños en castillos de cristal”. La frase, aunque remanida, escuchada, transitada, cantada por Sui Géneris dos millones de veces (claro, es la letra de la inolvidable “Canción para mi muerte”) y usada en infinidades de escritos, me viene a la memoria desde un fogón remoto en el que, tapados con una frazada, queríamos parecernos a aquellos que enfrentaban la vida con agallas, en medio de una libertad que a los tirones apenas si nos dejaba asomar la cabeza.
Es que en un viaje imaginario que emprendí hace unos meses cuando me dijeron que el querido Instituto Secundario Wheelwright (de ahora en más ISW, como solíamos llamarlo en la contienda) cumplía 50 años, empecé a escribir, con las digresiones propias que juguetean en la cabeza, en la memoria, los fragmentos de un pasado-presente, los momentos aquellos en que fuimos tan jóvenes, tan ávidos de todo, tan necesitados de cariño, tan queridos por algunos, tan idolatrados por nosotros mismos, tan incomprendidos por muchos.
Un cuarto de siglo me separa (nos separa a todos los que pasamos por el ISW entre 1980 y 1984) de aquél momento en el que dejábamos la escuela para empezar a vivir la incertidumbre de la edad adulta y, obviamente, ya nada sería igual.
Los años anteriores, llenos de abrazos fraternales, oídos prestados en medio de la siesta pueblerina cuando mirábamos por la ventana de las aulas y sólo veíamos calma, la complicidad de todo ese tiempo hermoso, me estalla en la cabeza, en las fotos de esa infancia adolescente de mate interminable, risa desaforada, estudiantina, campamento, picnic de la Primavera, horas perdidas y encontradas, amores no correspondidos (la mayoría) y algún que otro momento difícil, pero necesario.
Volvería a repetir cada momento. Como si se tratara de una puesta en escena, volvería a vernos, a encontrarnos hoy, vestidos como en aquellos años, dispuestos a sacarnos una foto para no verla ya, como es ahora, sino para después ir corriendo a lo de Murados y sorprendernos con los resultados.
Apenas pensar en la gracia de aquél que vuelve, que regresa para caminar por los mismos lugares que ya transitó, que mira para arriba o para el costado y como un “flaneur” redescubre los rincones, sus rincones, muchos de ellos intactos, y confirma que los ecos, las voces están allí, me hace (nos hace) muy feliz.
Vuelvo en el viaje al reencuentro de horas de clase en las que la complicidad siempre latente nos hacía convencernos a cada minuto de que no podía haber nada mejor, de que estábamos viviendo un momento único (qué suerte que tuvimos conciencia de eso), de que seríamos indestructibles, inseparables (fue tan así como lo soñamos), de que, como muchos decían, éramos “un grupo atípico”, y sí, lo éramos.
Llegamos a la escuela en plena dictadura y nos fuimos en Democracia (así, con mayúscula). No teníamos muy claro por entonces lo que eso significaba, no sabíamos bien qué pasaba, la historia oficial se encargaba de ocultarnos la verdad. Igual, escuchábamos “Los dinosaurios”, cantado por Charly García, en mi casa convertida en un “aguantadero” (pobres mi padres, fueron ellos los que tuvieron que aguantar), y algo, allí, en esa metáfora aterradora que decía que “los amigos del barrio pueden desaparecer”, nos enfrentaba, como a la Alicia de Lewis Carroll, a un gran espejo, y a un dolor irrevocable. En el medio, un “asalto” alegre armado a última hora, con comida improvisada, también era de la partida, porque el tiempo para estar juntos nunca era suficiente, aunque más no sea paseando en un viejo rastrojero de color naranja que todavía conservaba el olor de mi abuelo, y con el que recorríamos el pueblo desde la rotonda a la Estación de Trenes fumando Philip Morris ¡Qué hermoso!
Antes, apenas un poco, la soledad de la Guerra de Malvinas y las horas de gorros, bufandas, chocolates y cigarrillos que quizás nunca llegaron a destino; el cachetazo artero de una dictadura que amagaba con irse pero que seguía allí. Después, la democracia que volvió para quedarse, Alfonsín y su primavera nunca “consagrada”, y al mismo tiempo las contradicciones de un momento complejo de entender y de aceptar: todo había cambiado, el país cambiaba y nosotros también. Era un tiempo de elecciones, para muchos la hora de partir buscando el futuro. Qué aterrador, pero qué maravilloso.
En aquél momento, los fraseos de “Óleo de una mujer con sombrero”, “Yolanda” y hasta “La marcha de la bronca”, que teníamos grabados en un cassette con tapita roja, y con el que descubríamos a Pedro y Pablo o a la Trova Cubana, no nos alcanzaba para llenarnos la cabeza de una poesía que nos taladraba el sentimiento. Quizás no nos pertenecía, quizás había que crecer un poco más (seguro).
Igual, como en muchos otros casos, repetíamos las letras hasta el cansancio y lo seguimos haciendo cada vez que las escuchamos. Eso sí, ahora aprendimos a entender todas las metáforas.
Vuelvo a la escuela, entro al patio, hay alguien parado debajo del reloj (qué habrá hecho). Allí, a toda hora, profesores amados con locura, tan cómplices que por momentos eran parte de nuestros disparates. Son esos que no vamos a olvidar, ellos saben quiénes son, no hace falta nombrarlos como tampoco a los otros.
Allí, en esas aulas, fuimos lo que hoy somos, yo aprendí un poco de todo, me probé, nos probamos, fuimos incondicionales y hasta tuvimos nuestro “Mayo Francés” (fuera de temporada) aquél día en que nos revelamos y decidimos no ir a clases: qué absurdo, terminamos llenos de amonestaciones.
Después (“es todo, todo tan fugaz, y es una curda nada más mi confesión”, escribió Cátulo Castillo), casi al mismo tiempo en el que Miguel Mateos editaba su “Rocas vivas” (cada vez que escuchamos “Tira para arriba”, algo nos pasa en el cuerpo, y nos ponemos a saltar), llegaron las despedidas y la graduación, hermosa, inolvidable, con puesta en escena y todo. Y después, como “un gato en la ciudad”, la distancia y el recuerdo perfecto de cada momento visto a lo lejos, cuanto más lejos, más cercano.
Y después, “poco a poco fui creciendo, y mis fábulas de amor se fueron desvaneciendo como pompas de jabón”. Cuánta poesía, cuánta verdad insoslayable. Hoy lo puedo asegurar, Sui Generis tenía razón, hoy, con el paso del tiempo, entiendo todas las metáforas.
Por Miguel Passarini
“Hubo un tiempo que fue hermoso y fui libre de verdad, guardaba todos mis sueños en castillos de cristal”. La frase, aunque remanida, escuchada, transitada, cantada por Sui Géneris dos millones de veces (claro, es la letra de la inolvidable “Canción para mi muerte”) y usada en infinidades de escritos, me viene a la memoria desde un fogón remoto en el que, tapados con una frazada, queríamos parecernos a aquellos que enfrentaban la vida con agallas, en medio de una libertad que a los tirones apenas si nos dejaba asomar la cabeza.
Es que en un viaje imaginario que emprendí hace unos meses cuando me dijeron que el querido Instituto Secundario Wheelwright (de ahora en más ISW, como solíamos llamarlo en la contienda) cumplía 50 años, empecé a escribir, con las digresiones propias que juguetean en la cabeza, en la memoria, los fragmentos de un pasado-presente, los momentos aquellos en que fuimos tan jóvenes, tan ávidos de todo, tan necesitados de cariño, tan queridos por algunos, tan idolatrados por nosotros mismos, tan incomprendidos por muchos.
Un cuarto de siglo me separa (nos separa a todos los que pasamos por el ISW entre 1980 y 1984) de aquél momento en el que dejábamos la escuela para empezar a vivir la incertidumbre de la edad adulta y, obviamente, ya nada sería igual.
Los años anteriores, llenos de abrazos fraternales, oídos prestados en medio de la siesta pueblerina cuando mirábamos por la ventana de las aulas y sólo veíamos calma, la complicidad de todo ese tiempo hermoso, me estalla en la cabeza, en las fotos de esa infancia adolescente de mate interminable, risa desaforada, estudiantina, campamento, picnic de la Primavera, horas perdidas y encontradas, amores no correspondidos (la mayoría) y algún que otro momento difícil, pero necesario.
Volvería a repetir cada momento. Como si se tratara de una puesta en escena, volvería a vernos, a encontrarnos hoy, vestidos como en aquellos años, dispuestos a sacarnos una foto para no verla ya, como es ahora, sino para después ir corriendo a lo de Murados y sorprendernos con los resultados.
Apenas pensar en la gracia de aquél que vuelve, que regresa para caminar por los mismos lugares que ya transitó, que mira para arriba o para el costado y como un “flaneur” redescubre los rincones, sus rincones, muchos de ellos intactos, y confirma que los ecos, las voces están allí, me hace (nos hace) muy feliz.
Vuelvo en el viaje al reencuentro de horas de clase en las que la complicidad siempre latente nos hacía convencernos a cada minuto de que no podía haber nada mejor, de que estábamos viviendo un momento único (qué suerte que tuvimos conciencia de eso), de que seríamos indestructibles, inseparables (fue tan así como lo soñamos), de que, como muchos decían, éramos “un grupo atípico”, y sí, lo éramos.
Llegamos a la escuela en plena dictadura y nos fuimos en Democracia (así, con mayúscula). No teníamos muy claro por entonces lo que eso significaba, no sabíamos bien qué pasaba, la historia oficial se encargaba de ocultarnos la verdad. Igual, escuchábamos “Los dinosaurios”, cantado por Charly García, en mi casa convertida en un “aguantadero” (pobres mi padres, fueron ellos los que tuvieron que aguantar), y algo, allí, en esa metáfora aterradora que decía que “los amigos del barrio pueden desaparecer”, nos enfrentaba, como a la Alicia de Lewis Carroll, a un gran espejo, y a un dolor irrevocable. En el medio, un “asalto” alegre armado a última hora, con comida improvisada, también era de la partida, porque el tiempo para estar juntos nunca era suficiente, aunque más no sea paseando en un viejo rastrojero de color naranja que todavía conservaba el olor de mi abuelo, y con el que recorríamos el pueblo desde la rotonda a la Estación de Trenes fumando Philip Morris ¡Qué hermoso!
Antes, apenas un poco, la soledad de la Guerra de Malvinas y las horas de gorros, bufandas, chocolates y cigarrillos que quizás nunca llegaron a destino; el cachetazo artero de una dictadura que amagaba con irse pero que seguía allí. Después, la democracia que volvió para quedarse, Alfonsín y su primavera nunca “consagrada”, y al mismo tiempo las contradicciones de un momento complejo de entender y de aceptar: todo había cambiado, el país cambiaba y nosotros también. Era un tiempo de elecciones, para muchos la hora de partir buscando el futuro. Qué aterrador, pero qué maravilloso.
En aquél momento, los fraseos de “Óleo de una mujer con sombrero”, “Yolanda” y hasta “La marcha de la bronca”, que teníamos grabados en un cassette con tapita roja, y con el que descubríamos a Pedro y Pablo o a la Trova Cubana, no nos alcanzaba para llenarnos la cabeza de una poesía que nos taladraba el sentimiento. Quizás no nos pertenecía, quizás había que crecer un poco más (seguro).
Igual, como en muchos otros casos, repetíamos las letras hasta el cansancio y lo seguimos haciendo cada vez que las escuchamos. Eso sí, ahora aprendimos a entender todas las metáforas.
Vuelvo a la escuela, entro al patio, hay alguien parado debajo del reloj (qué habrá hecho). Allí, a toda hora, profesores amados con locura, tan cómplices que por momentos eran parte de nuestros disparates. Son esos que no vamos a olvidar, ellos saben quiénes son, no hace falta nombrarlos como tampoco a los otros.
Allí, en esas aulas, fuimos lo que hoy somos, yo aprendí un poco de todo, me probé, nos probamos, fuimos incondicionales y hasta tuvimos nuestro “Mayo Francés” (fuera de temporada) aquél día en que nos revelamos y decidimos no ir a clases: qué absurdo, terminamos llenos de amonestaciones.
Después (“es todo, todo tan fugaz, y es una curda nada más mi confesión”, escribió Cátulo Castillo), casi al mismo tiempo en el que Miguel Mateos editaba su “Rocas vivas” (cada vez que escuchamos “Tira para arriba”, algo nos pasa en el cuerpo, y nos ponemos a saltar), llegaron las despedidas y la graduación, hermosa, inolvidable, con puesta en escena y todo. Y después, como “un gato en la ciudad”, la distancia y el recuerdo perfecto de cada momento visto a lo lejos, cuanto más lejos, más cercano.
Y después, “poco a poco fui creciendo, y mis fábulas de amor se fueron desvaneciendo como pompas de jabón”. Cuánta poesía, cuánta verdad insoslayable. Hoy lo puedo asegurar, Sui Generis tenía razón, hoy, con el paso del tiempo, entiendo todas las metáforas.
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