“Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.



Peter Brook




lunes, 22 de agosto de 2011

De estados y sensaciones


ANTICIPO DISCO. El viernes por la noche, en la sala del Centro Cultural Lavardén, la cantante y actriz Vanesa Baccelliere y el trío de músicos con el que integra Pampa Jazz ofrecieron un show íntimo, marcado por la innovación de clásicos del repertorio folclórico y el adelanto de cuatro temas nuevos


Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del lunes 22 de agosto de 2011)
Las coordenadas de una poética comprometida con su voz y con su tiempo; ecos del pasado que resuenan resignificados en un presente profuso, en el que lo diferente y alternativo es, quizás, aquello ya escuchado, y donde prevalece la honestidad escénica por encima de cualquier pretensión estética incómoda o pretenciosa.
Así, la cantante y actriz (el orden no es casualidad) Vanesa Baccelliere presentó el viernes por la noche en la sala Lavardén algunos de los temas que integrarán un disco que en pocos días comenzará a grabar junto con los integrantes del atractivo trío de músicos con el que componen Pampa Jazz, pero también otros que ya forman parte de su repertorio, en una noche con una platea de amigos que conocen de su talento y que disfrutan, junto a otros, de su enorme crecimiento artístico.
Integrado por tres músicos que entienden de zapadas e improvisaciones, Pampa Jazz, es decir Mariano Sayago (contrabajo), Sebastián Mamet (batería) y Mariano Braun (piano), hace honor a su nombre: la “Pampa” se hace presente en la extensión, en el amplio horizonte que se abisma en sus composiciones, mientras que el “jazz” prevalece en la sonoridad de un trío que no le teme a la fusión de musicalidades de orígenes tan diversos como singulares, sobre todo, en la apropiación de aires folclóricos clásicos conjugados con ritmos más contemporáneos, siempre dejando un espacio para la improvisación y haciendo gala de jugados arreglos.
El show del viernes comenzó con un off. Vaccelliere, atenta a correrse de los lugares comunes, arrancó tras bambalinas con una versión de “Dorotea, la cautiva” (inmortalizada por Mercedes Sosa, a quien pareciera homenajear con su repertorio), aunque la presencia femenina en escena la aportó la bailarina Danae Mamet, que, con aires de oriente y como escapada de un cuento de Las mil y una noches, interpuso una visión de una “cautiva” de otras latitudes.
Tras el paso de la incandescente “Soy pan, soy paz, soy más”, de Piero, en una versión reivindicadora, aparecieron “Ponta do areia” (Milton Nascimento) y “La Martiniana”, para desterrar la idea de que nadie puede cantar esa bella canción tradicional mexicana como Lila Downs.
Poco después llego el bloque destinado a los temas nuevos. “Del llano hacia el llano” (Baccelliere), la zamba “Yendo a buscar” (Braun), el candombe “El color de la sombra” (Sayago) y la bella canción “Dejarlo ser” (Baccelliere) contaron con el apoyo de un soporte audiovisual que sirvió como puente a una estética que, seguramente, tendrá su correlato con la búsqueda del nuevo disco.
Un tercer y último bloque sumó a la lista de doce temas renovados y revisitados, versiones de “Cardo o ceniza”, de Chabuca Granda; “Zamba del laurel”, de Armando Tejada Gómez y Cuchi Leguizamon; “Serenata para la tierra de uno”, de María Elena Walsh y “Las golondrinas”, de Jaime Dávalos y Eduardo Falú.
Aunque quizás haya sido el esperado bis el que trajo al escenario uno de los momentos de mayor emoción: aquellos que estuvieron en la inauguración del Museo de la Memoria ya habían podido disfrutar de la recreación superadora de “Razón de vivir”, de Víctor Heredia, que Baccelliere lleva adelante con el trío.
Para esa altura, una platea aunque agradecida se retiraba con ganas de más. Habrá que esperar a mayo del año próximo, cuando el escenario de la Lavardén se vuelva a llenar de talento para la presentación oficial del disco.

domingo, 21 de agosto de 2011

Adiós a Héctor Barreiros


DESPEDIDA
Adiós al actor y director teatral Héctor Barreiros

Por Miguel Passarini

Se conoció ayer la noticia de la muerte del actor, maestro y director teatral Héctor Barreiros, de 82 años, ocurrida el sábado alrededor de las 20. Los restos de quien fuera el creador del histórico grupo local Aquelarre fueron sepultados ayer por la mañana.

Héctor Barreiros, con más de 60 años de teatro, fue el creador del grupo Aquelarre, dirigió más de 100 puestas, y se desempeñó como maestro de actores. Se había formado con Ernesta Robertaccio y Antonio Cunill Cabanellas, y entre otras particularidades de su vasta y ecléctica trayectoria, fue el primer maestro de actuación que tuvo Darío Grandinetti. Con Aquelarre, con el que recorrió el país a lo largo de más de 30 años, versionó clásicos de Shakespeare, Chéjov y montó teatro de repertorio argentino. Barreiros comenzó a actuar en Buenos Aires en 1948. Antes, en Rosario, había integrado el Núcleo Teatral Bohemia. Volvió a la ciudad en 1957 y no paró de producir hasta hace unos pocos años.

En las últimas décadas, la trayectoria de Barreiros se vio ceñida a su labor como director-programador del Teatro Empleados de Comercio (Corrientes 450), donde estrenó la mayoría de sus espectáculos más recientes. En una trayectoria inabarcable, en los años 60, comenzó a trabajar con un nutrido equipo de actores al frente del grupo Aquelarre, con el que estrenó obras clásicas y proyectos más contemporáneos surgidos de la experimentación.

De las últimas dos décadas, se destaca su unipersonal Me queda la palabra, con el que recorrió los escenarios argentinos y de diversos países como España y Estados Unidos. Del mismo modo, en 2000, estrenó Juntando los pedazos y un año después, Bruma en la isla. En los últimos tiempos, antes de que lo aquejara una enfermedad que le impidió continuar con el trabajo teatral, se conocieron versiones de piezas tales como Esperando el lunes, Sofía, como la Loren, un trabajo sobre cuentos de Chéjov y Maldita lengua, obra sobre el lenguaje estrenada en 2004.

Barreiros, que pasó por todos los géneros y que en los 90 se dedicó a la crítica teatral en el diario La Capital, llegó a estrenar hasta cinco obras al año. Se trataba de un referente de la escena rosarina y su nombre era conocido en el resto del país como uno de los precursores de la escena local.

En una de las tantas entrevistas que mantuvo con El Ciudadano, habló acerca del lugar del teatro rosarino en el que sentía que estaba parado, un lugar que siempre lo acercó al público: “Creo que después de muchos años, he generado un público que gusta de lo que hago, que me sigue. Por otra parte, el teatro sin público no existe. Yo veo que algunos grupos que hacen teatro en rosario, esforzados, estudiosos y muy preparados, piensan sólo en ellos, en su entorno, y no piensan en el público. Veo que hay obras buenísimas, que me han gustado mucho porque soy un hombre de teatro, pero que a la gente no le pasa nada porque sienten que ese lenguaje es extraño”.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Entre el deseo y el intelecto

CRÍTICA TEATRO

Julio Chianetta dirige a Guillermo Almada y Matías Salas en una correcta versión de “Yepeto”, del dramaturgo porteño Roberto Cossa, donde un profesor cincuentón y un joven deportista debaten acerca del amor

YEPETO
Autor: Roberto Tito Cossa
Dirección: Julio Chianetta
Actúan: Guillermo Almada, Matías Salas
Sala: Amma, Urquiza 1539, jueves a las 21

Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del martes 16 de agosto de 2011)
En el frondoso imaginario de un profesor de literatura cincuentón que, como un Quijote, parece querer luchar contra los “molinos de viento” que han sido el paso de los años y sus historias de amor, se esconde, seguramente, un alter ego de Roberto Tito Cossa (Buenos Aires, 1934), uno de los mayores dramaturgos argentinos de todos los tiempos, que en la inoxidable Yepeto dejó las huellas del amor partido, ése que se presenta “dividido” entre lo que dicta por un lado el cuerpo y por otro la mente y la razón.
Yepeto, estrenada 1987 por la inolvidable dupla integrada por Ulises Dumont y Darío Grandinetti, está de regreso en la cartelera local de la mano de un equipo que en escena integran Guillermo Almada y Matías Salas, y desde la adaptación y dirección, el actor y director Julio Chianetta.
La historia es conocida y su universalidad es lo que le ha dado a lo largo de los años el carácter de clásico. Un profesor de literatura que pisa las cinco décadas no puede evitar el encuentro con Antonio, un joven de 17 años novio de Cecilia, alumna del profesor, a quien éste considera con un futuro interesante en la poesía. Así, con los sucesivos encuentros entre el joven, abocado al deporte pero de poco vuelo intelectual, y el profesor, que con humor e ironía puede reconstruir frente al muchacho el imaginario de un vínculo con Cecilia que mucho tiene de platónico, se arma el eje sobre el cual discurre esta obra, en la que, como fuerte metáfora, se ciñe la complitud que estos dos hombres representan para el personaje de Cecilia, el gran objeto de deseo de ambos, quien más allá de su omnipresencia nunca aparece en escena.
En su devenir, el texto, magníficamente escrito, deja entrever los pensamientos de Cossa acerca de la literatura y el arte, y de cómo todo conocimiento se puede “diluir” ante el amor y el deseo (tan propio de la primera juventud), algo que el profesor añora y que Antonio no sabe bien cómo manejar o administrar.
La puesta de Chianetta tiene a favor dos actores cuya dinámica escénica ya había sido probaba con anterioridad por una versión compartida entre ambos de El hombre de la flor en la boca, de Luigi Pirandello, texto donde también, en cierta forma, se pone a prueba un contrapunto de “sabidurías” aunque de otro orden.
Acá los actores sostienen el conflicto que los enfrenta: por un lado, Almada impone cierta frescura, cierto vuelo y locura que el profesor necesita para enfrentar la juventud y la belleza física de Antonio; al tiempo que Salas puede afrontar los momentos de duda e incertidumbre de un personaje que no termina de entender qué es lo que Cecilia encuentra en su profesor que le resulta tan atractivo y con lo que él no puede competir, algo que lo enferma de celos.
De igual modo, en el devenir del conflicto, en esa necesidad de ambos personajes de “desnudarse” el uno frente al otro (aunque en uno el desnudo sea físico y en el otro, emocional), se nota el correcto trabajo de dirección de Chianetta, que encontró cierta dinámica que le permite, por un lado, acercar el conflicto a Rosario y a sus lugares más reconocibles, y por otro, jugar con el ritmo de un texto plagado de guiños al mundo de la literatura y el arte.
De todos modos, esta versión de Yepeto, adolece a la hora de innovar, dado que no busca correr ningún riesgo más allá de aquellos “riegos” que el texto le impone a los actores, lo que la pone en una marco de correccion, teniendo en cuenta que se trata de uno de los textos más representados de la dramaturgia nacional contemporánea, incluso con varias versiones en el extranjero.
Por un lado, porque sustenta la demanda de un espacio escénico dividido entre la casa del profesor y un bar en el que acontecen algunos de los encuentros tal como lo sugiere el autor en las primeras líneas, circunstancia de puesta en escena que requeriría de un trabajo con la luz que avale esos contrastes. Pero por otro, la puesta necesita de un voto más de confianza en los actores, que con poco más podrían (tal como lo hacen en algunos pasajes) potenciar el contrapunto hasta poner de manifiesto la actuación por encima de todo lo demás, apelando a ciertos matices que no son explotados en su totalidad.
De todos modos, el equipo logra salir airoso ante el desafío de poner en escena un texto del que se ha conocido, incluso, una versión cinematográfica, y que además, a partir de una segunda adaptación del propio autor, también regresó recientemente a las tablas porteñas con una temporada en el Teatro Nacional Cervantes.

domingo, 7 de agosto de 2011

Entre la euforia breve y el desasosiego profundo


CRÍTICA TEATRO

La actriz y cantante Virginia Innocenti, junto al pianista Diego Vila, reconstruye en “Dijeron de mí”, momentos de la vida de la inolvidable Tita Merello, haciendo gala de su enorme talento y sensibilidad

DIJERON DE MÍ
Dramaturgia: Virginia Innocenti
Dirección: Luciano Suardi
Actúa: Virginia Innocenti
Músico en escena: Diego Vila
Sala: Broadway
Foto: Marcelo Manera

Por Miguel Passarini (Publicado por El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del lunes 8 de agosto de 2011)
Lo dicho, dicho está. La historia es inmodificable, y hay un dolor latente que trasciende la gloria y la muerte. Tita, la de Buenos Aires, la de todos, la de la gente, la solitaria, la abandonada, la estrella del Bataclán y del Maipo, la “vedette rea”, la que amó con locura y no fue correspondida, la que cantó los tangos que la narraron, la que mandó a las “muchachas argentinas” a hacerse el Papanicolau, la que dejó todo y se recluyó para morir; todas esas están en el cuerpo y en la presencia escénica de Virginia Innocenti, mucho más que una actriz que canta; por encima de todo, una artista que entiende a la claras de sensibilidades, dolores y pasiones, y que las puede expresar a través de su maravilloso arte.
Dijeron de mí (el tiempo pasado en el título pone de manifiesto algo que ya no tiene remedio), que el viernes se presentó en el Broadway por primera vez fuera del escenario del Maipo Kabaret que lo vio nacer en 2010, es un unipersonal que por momentos sobrevuela y en algunos pasajes se sumerge en las profundidades de la vida de la actriz y cantante Tita Merello, de la mano de otra actriz y cantante, Virginia Innocenti, quien además tuvo a su cargo la investigación y escritura de la dramaturgia de una propuesta en el que, como pasa pocas veces, acción dramática, parlamentos, canciones, música y dispositivo escénico hablan un mismo idioma y regalan al espectador la posibilidad de redescubrir la esencia de una artista única.
Es el 24 de diciembre de 2002, víspera de una Navidad distinta en la que Tita, cansada de tantas navidades en soledad, y con 98 años, decide partir para siempre. Una profusión de voces deja oír claramente la de la Tita de los comienzos, cuando debutó con apenas 16 años, del mismo modo que la de la más irreverente, la de la Tita consejera de la televisión (“yo nunca he cantado, yo he dicho”, se oirá), la del cine, la voz de la mujer que al final del camino recuperó la fe y se volvió casi mística.
Innocenti se propone recrear un personaje que sin forzar imitaciones incómodas, poco a poco, se vuelve Tita en escena. Jugando con el imaginario colectivo y apelando a un parecido físico notable (tanto en la contextura corporal como en lo que el maquillaje logra en su rostro), la actriz arranca un viaje en el que cada canción (16 en total) es el sustento de una acción dramática que repasa con singular revisionismo los momentos culminantes de una vida que del mismo modo que brillaba en lo público se apagaba en lo privado.
Sin excesos, con muy pocos recursos (apenas unos objetos escénicos como una mesa, una silla y un telón), y con la notable presencia del pianista Diego Vila, Innocenti arranca cantando “Niebla del Riachuelo”, como primer mojón de un viaje en el que aparecerán canciones que, entre letras y partituras de un repertorio ecléctico, se revelarán como una singular biografía musical hecha a mano y corazón.
Así, en medio de recuerdos que deambulan entre la alegría y la tristeza, y por momentos, entre la euforia breve y el desasosiego profundo, “La milonga y yo” sirve de puente para que aparezca la Felisa Roverano de “Arrabalera”, en medio de relatos de deseos suicidas a puerta cerrada y una “Tita en el País de las Maravillas” que brillaba en las marquesinas porteñas, enamorada de un hombre público que se casó con otra.
Haciendo eje en esos tangos y milongas que la hicieron deslumbrar en el cine, “Cambalache”, de Enrique Santos Discépolo, es otro puente que termina en la alegre “Pipistrela”, independientemente de que en el transcurrir quede más que claro que “no hay maquillaje que tape la tristeza en la mirada”, como dirá esta “narradora” que juega a ser la Merello, y que cada tanto dice al público, en medio de risas y saltos al vacío, “yo la conocí, ella me lo contó”.
Tanto es así, que en todo momento prevalece la sensación que, desde algún lugar, la estrella porteña de todos los tiempos le susurrara al oído una aprobación que, de antemano, cuenta con el apoyo del público, que a lo largo de los 70 minutos que dura el espectáculo parece estar en un permanente estado de conmoción.
De paso por “Milongón porteño”, que brilló en la versión que Tita cantó en Filomena Marturano, en 1949, también serán de la partida “Tata, llevame pal centro”, “Dónde hay un mango”, “Me enamoré una vez”, una hermosa versión de “Llamarada” y otra, maravillosa e intensa, de la milonga “Graciela oscura”, que como ninguna parece pintar el universo de la verdadera Laura Ana Merello, una mujer “que crece entre manos que castigan”, como dice la letra.
De este modo, con idas y vueltas en tiempo y espacio, el espectáculo se vale de la fuerte organicidad de una actriz que con su enorme talento tapa todas las “costuras” de un hilo dramático que la lleva de hablar a cantar, siempre poniendo delante la intensidad de su interpretación y haciendo gala de una voz sutil pero intensa.
Tanto es así, que más allá de todo el recorrido, lo más entrañable de este espectáculo es el enorme trabajo de reconstrucción estético-dramática hecho por Innocenti, donde también se ve la mano del director y actor rosarino Luciano Suardi, que con sensibilidad supo llevarla a esos lugares a los que ella quería llegar para que el concepto del espectáculo, esa idea fundante de una actriz-cantante que “le presta” su cuerpo a otra para volver a vivir en escena varias décadas de una vida plagada de contradicciones y momentos maravillosos, tuviera real sentido.
En ese trascurrir, las marcas de los sucesivos abandonos y quizás como única compañía la del perro Corbata, son puestas de manifiesto por una actriz que parece poder con todo, incluso con un escenario enorme y un auditorio aún más grande, como el del Broadway, que multiplica varias veces el ámbito en el que fue concebido el espectáculo. Desde allí, desde ese lugar casi de soledad, la actriz “azuzó” a la platea con su ductilidad para pasar de la Tita de 16 años a la de 40 o a la de 98, en uno de los pasajes más conmovedores de la puesta donde describe su partida. La vuelta, con una boa de plumas y un esplendor que no casualmente parece traerla desde el “más allá”, son un regalo extra: hay paz en ella, una paz tan deseada en la que los recuerdos, los felices y los más dolorosos, parecen haber quedado atrás definitivamente.